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Damián Webster.

Sentí mi corazón hacerse añicos en ese mismo instante. Sentí mi alma romperse, en serio sentí un dolor que no había experimentado nunca antes, ni siquiera con la muerte de mi primer bebé.

Y es qué, a aquél bebé no lo ví como a ella, no lo sentí tan cerca y al mismo tiempo tan lejos como a mi pequeña.

Ahí estaba su cuerpecito, en las manos del doctor y luego en las de una enfermera. Pequeñita, indefensa, cubierta de la sangre de su madre, su rostro era lo más hermoso que vería jamás, su boquita era chiquitita, redonda, igual a la de Ámbar, tenía mejillas regordetas como las de Noah.

Pero a diferencia de las del pequeño pelinegro que normalmente eran rosadas, las de ella estaban teñidas de un fuerte color morado, al igual que todo su rostro.

Había muerto asfixiada.

Sentí mis ojos humedecerse de inmediato, quería llorar, quería tirarme en el suelo y llorar como nunca antes recuerdo haberlo hecho.

¿Que había de malo en mí? ¿Por qué todo lo que amaba terminaba muerto?

Bajé
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