Sofía sintió bajo su palma un músculo firme, cálido, con una tensión casi volcánica.
Por reflejo, intentó retirar la mano, pero Alejandro Rivera no se lo permitió. Al contrario, la sujetó con más fuerza.
—Respóndeme —murmuró él, apoyando una mano en el respaldo del sofá, tan cerca de ella que hasta el aire parecía contenido—. ¿Se sienten mejor los de ellos... o los míos?
La mano de Sofía era suave, frágil, como hecha de agua. Sostenerla daba la sensación de que podía romperse con el más mínimo descuido.
Tal vez era el efecto del alcohol, tal vez algo más oscuro y antiguo, pero a Alejandro lo atravesó de pronto un impulso primitivo: quería empujarla contra el sofá, dominarla, verla desmoronarse bajo él, con los ojos llenos de lágrimas y suplicándole rendida.
Solo imaginarlo le encendió un fuego en el vientre.
Sofía sintió el calor en la yema de sus dedos y, reaccionando como si se hubiera quemado, retiró la mano de golpe. Levantó la suya y le soltó una bofetada.
—¡Cerdo! —le espetó con