La señora Rivera ya conocía bien la calaña de Luisa.
Aunque en público mantenía cierta cortesía por ser la madrastra de Sofía y actual esposa del señor Valdés, en el fondo la toleraba sólo por pura diplomacia.
Pero al recordar lo que el hijo de esa mujer había hecho la noche anterior, la señora Rivera perdió toda disposición para fingir amabilidad.
—¿Y cuánto quiere prestar la señora Valdés? —preguntó con frialdad, sin rodeos.
—No es tanto… sólo… sólo noventa millones —respondió Luisa, bajando un poco la voz.
La señora Rivera se quedó inmóvil por un instante.
¿Noventa millones?
¡Qué valor tenía esta mujer!
—Señora —insistió Luisa, viendo que no había respuesta—, yo sé que la familia Rivera es poderosa, y que para ustedes noventa millones no son nada… sólo le pido que tenga piedad de nosotros. De verdad estamos pasando por un momento muy difícil, si no, créame, no vendría a molestarla.
Lo que le urgía a Luisa era recuperar las perlas orientales. El comerciante ya le había advertido que