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La mujer vestía el uniforme del personal doméstico de la antigua residencia de la familia Fernández. No lejos de allí, un niño pequeño había convertido la sala en un caos.

Al ver entrar a Elena, Camila se levantó junto a Daniel y sonrió con elegancia y dulzura:

—Señora, ya ha regresado. Me han enviado de la residencia principal para cuidar al pequeño señorito.

Elena apretó instintivamente los labios, hasta el punto de que le costaba respirar.

¿Cómo se atrevía Daniel? ¿Cómo se atrevía a traer a estas dos personas a su hogar?

Al notar la expresión alterada de Elena, Daniel se apresuró a explicar:

—Cariño, por la tarde te envié un mensaje, quizá no lo viste. Andrés Fernández es un niño que mamá trajo del orfanato. Dijo que tenemos una conexión especial con él.

Todo el dolor ya lo había desahogado en aquella sala de reuniones vacía. Ahora, lo que ardía en el pecho de Elena era ira pura.

¡Estas personas la estaban tomando por idiota!

—Daniel, ¿acaso buscas herirme deliberadamente? —Su voz temblaba, evidenciando la furia que la consumía.

Al oír esto, Daniel frunció ligeramente el ceño, sin esperar una reacción tan intensa de Elena.

—Cariño, ¡no te enfades! —se apresuró a explicar, con visible nerviosismo—. Sabes que la familia Fernández no puede quedarse sin un heredero, y además veo que aún sufres por la pérdida de nuestro hijo… Por eso accedí al deseo de mamá.

—Si no te agrada, ¡ordenaré que se lo lleven inmediatamente!

Todos sabían que Daniel amaba profundamente a Elena. Su principio inquebrantable era siempre ponerla a ella en primer lugar.

Como ahora: si a Elena no le gustaba, no dudaría en deshacerse incluso de su propio hijo.

Pero ese favoritismo, lejos de conmoverla, le provocaba náuseas.

Justo cuando estaba a punto de exponer la verdad, el niño llamado Andrés Fernández comenzó a llorar a gritos:

—¡Mala mujer! Papá, ¿por qué estás con esta mala mujer? ¿Ya no quieres a Andrés?

El llanto estridente del niño martilleaba la cabeza de Daniel, quien al instante reprendió con dureza:

—¡Andrés Fernández! ¿Quién te enseñó a decir esas tonterías?

—¿Acaso están ciegos? ¡Lleven al pequeño señorito a su habitación, ahora mismo!

Varios empleados domésticos se apresuraron a actuar, llevándose entre prisas y confusiones al niño, que no dejaba de llorar.

Camila, también como si estuviera desconcertada, no cesaba de disculparse:

—Señor Daniel, todo es mi culpa. Por favor, no le reproche al pequeño señorito.

Mientras decía esto, lanzó una mirada cargada de emoción contenida a Daniel, una mirada llena de una aflicción suficiente para ablandar el corazón de cualquier hombre.

Daniel suspiró y su tono se suavizó ligeramente:

—No le echo la culpa. ¿Qué puede entender un niño? Ve a cuidarlo.

Elena lo observó todo con una frialdad cada vez mayor en el corazón.

Se liberó del abrazo de Daniel y subió directamente las escaleras, cerrando la puerta de golpe frente a él.

Daniel, de pie frente a la puerta, se sentía abrumado por la frustración, pero aún así intentó calmar la situación con paciencia:

—Cariño, todo es mi culpa. Mañana por la mañana haré que se lleven al niño.

—Si no quieres que te acompañe, está bien. Descansa primero y mañana hablamos de lo que sea.

Elena, sentada en el suelo apoyada contra la puerta, escuchó los pasos de Daniel alejarse. Su corazón, ya entumecido por el dolor, no sentía nada.

¿De qué servía enviar al niño? Los lazos de sangre son indisolubles. En el fondo, ¡quien debía irse era ella!

Elena no respondió. Echó el pestillo de la puerta.

Apoyada sola contra la fría madera, escuchando los pasos que se desvanecían, finalmente se derrumbó, deslizándose al suelo.

Se sentía tan, tan cansada, agotada física y mentalmente.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando un sonido de notificación de su móvil la sacó de su estupor.

Deslizó la pantalla mecánicamente: era una solicitud de amistad de un desconocido.

De Camila:

“Sra. Fernández, si echó al señor Daniel de su habitación, no se queje de que haya venido a la mía.”

Las pupilas de Elena se contrajeron violentamente. Se levantó y salió de la habitación.

Con un solo vistazo distinguió una tenue luz procedente del estudio al fondo del pasillo del segundo piso.

La puerta estaba entreabierta. Por la rendija se filtraba la voz seductora de una mujer:

—Daniel, ¿me estás haciendo daño?

Un gruñido ronco de hombre, con un tono lleno de ferocidad:

—Si temías el dolor, ¿por qué me provocaste? Realmente, incluso con un niño, no sabes estar tranquila.

De pronto, Elena sintió como si se hundiera en un abismo helado. Toda la sangre de su cuerpo se enfrió.

¡No podía creer que Daniel fuera tan impaciente!

Dentro, la escena continuaba. La voz de Camila, conteniendo gemidos:

—Daniel, es solo que… te vi tan afectado por la señora… solo quería ayudarla a hacerte feliz.

—No busques excusas por tu deseo. Recuerda: si quieres que Andrés se quede en la familia Fernández, no causes problemas a la señora.

Elena no podía seguir escuchando. Ni siquiera sabía cómo logró alejarse.

De vuelta en su habitación, corrió directamente al baño, se apoyó en el lavabo y vomitó, asqueada.

No se detuvo hasta que un dolor punzante le retorció el estómago.

Entonces, lentamente, se incorporó y alzó la vista hacia su propio reflejo en el espejo: una imagen deshecha y miserable.

Las lágrimas de Elena ya se habían agotado. Ella era la heredera de la familia Pérez, orgullosa y altiva por naturaleza. Nunca debería haber llegado a este punto.

No supo cuánto tiempo permaneció en el baño. Solo cuando la luz del amanecer comenzó a asomarse, se levantó lentamente y volvió a la cama.

Esta vez, era ella quien lo rechazaba.
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