Elena detuvo un taxi y siguió en secreto a Camila hasta el hospital.
Desde la entrada de la habitación, observó la escena que tenía lugar en el interior y sintió un dolor agudo que le atravesó el corazón.
Mordió con fuerza sus labios para evitar emitir ningún sonido.
En ese momento, el hijo de Daniel estaba recibiendo suero intravenoso. Su carita, pálida y demacrada, se veía profundamente lastimosa.
Daniel, desesperado, caminaba de un lado a otro en la habitación y estalló de furia:
—¿De qué sirven aquí? ¡Ni siquiera pueden curar la fiebre de un niño!
El médico que trabajaba a su lado, a quien Elena reconoció de inmediato, era Miguel, el mejor amigo de Daniel.
—¡Tu hijo tiene fiebre y resfriado porque se enfrió! Si no supiste cuidarlo bien, no descargues tu ira con mis colegas.
—Daniel, la verdad es que no te entiendo. ¿No acordaste en despedir a esa mujer con dinero después de que diera a luz? Y ahora, por un simple resfriado, te atreves a llamarme. ¿Qué pasará si Elena se entera?
Después de un largo silencio, la voz de Daniel sonó, cargada de cansancio y resignación:
—¿Qué puedo hacer? La conexión entre madre e hijo es fuerte. Cada vez que intento enviar lejos a Camila, Andrés llora sin parar. ¿Acaso puedo dejar que el niño llore eternamente?
—Je… ¿De verdad es el niño quien no quiere separarse, o eres tú? ¡Tú bien lo sabes en tu interior! —Miguel refunfuñó con desdén.
Al oír esto, Daniel se irritó aún más. Se frotó con fuerza las sienes, que le palpitaban de dolor:
—No digas tonterías. Elena es la única mujer que amaré en esta vida. Pero la familia Fu no puede quedarse sin un heredero. Debes ayudarme a ocultarle esto; no quiero herirla.
—En cuanto a Camila… después de todo, me dio un hijo. Tampoco puedo tratarla injustamente.
Fue entonces cuando Camila abrió la puerta y entró, con lágrimas corriendo por su rostro como perlas desbordadas:
—A-Daniel, todo es mi culpa por no cuidar bien a Andrés. Anoche, después de que te fuiste, le dio fiebre y lloraba pidiendo verte. Temía molestar a ti y a tu esposa, por eso no me atreví a decir nada…
Daniel tocó la mejilla ardiente del niño, suspiró y se ablandó.
La atrajo hacia su pecho y la consoló:
—No llores, Camila. No quiero reprocharte nada. Andrés es nuestro hijo. He fallado como padre.
Camila tiró suavemente de la camisa de Daniel, y sus dedos se deslizaron sobre su pecho:
—Daniel, sé que no merezco compararme con la señorita Elena… pero no soporto ver a nuestro hijo sufrir injusticias…
La expresión de Daniel se volvió severa:
—¿Quién se atrevería a hacer sufrir a mi hijo? ¡Más bien preocúpate por tu propia salud! Mira, tienes el rostro marcado por las lágrimas.
Alzó la mano y enjugó con suavidad una lágrima en el rabillo del ojo de ella. La intimidad de ese gesto atravesó el corazón de Elena como una daga.
Elena apretó con fuerza sus manos, permitiendo que sus uñas se clavaran en las palmas, dejando medias lunas marcadas en sangre.
Pero ni siquiera sintió dolor.
O quizás, ningún dolor físico podría igualar al que sentía en el corazón.
Afuera, la lluvia torrencial volvió a caer.
Elena abandonó el hospital así, sumergida en la lluvia, caminando entumecida bajo el aguacero.
El agua le resbalaba por el rostro, nublándole la vista, pero sin poder limpiar la vergüenza y la desolación que inundaban su alma.
Cuando llegó a la sede del Grupo Pérez, sus tobillos ya sangraban por las ampollas que los tacones altos le habían provocado.
Su aspecto alarmó a la recepcionista, quien se apresuró a acercarse a sostenerla:
—¡Señorita Elena! ¿Qué le ha pasado? ¿Necesita que llame al señor Daniel? ¡Si él la viera así, le dolería mucho!
El corazón de Elena estaba entumecido por el dolor.
Era cierto: todos daban por sentado que Daniel la amaba, sin excepción.
Pero no sabían cuánto engaño y traición se ocultaban tras ese amor.
Rechazó suavemente el brazo de la recepcionista y dijo con voz ronca:
—Estoy bien. Empezó a llover de repente. Por favor, cómprame ropa seca y tráemela.
Le tendió su tarjeta negra exclusiva y se encerró en la sala de reuniones más cercana.
Al cerrarse la puerta, Elena no pudo contener más el llanto.
Creía que, después de haber visto aquellas fotos, ya era inmune a la realidad.
Pero ver en persona a aquella "familia de tres" frente a ella le desgarró una y otra vez la cicatriz más profunda de su corazón, dejándola en carne viva.
En la vasta sala de reuniones, solo resonaba su lamento desgarrador.
Quería preguntarle a Daniel por qué…
¿Por qué quien una vez hizo promesas eternas era el mismo que ahora amaba y tenía hijos con otra?
No fue hasta que llamaron a la puerta que logró recomponerse.
La persona que llamaba ya se había ido, dejando solo un conjunto de ropa nueva, la tarjeta negra y una taza de agua caliente.
Bajo la taza, una tarjeta escrita a mano decía:
—Señorita Elena, no se preocupe, no contacté al señor Daniel. Sé que teme preocuparlo.
El corazón de Elena se llenó de emociones contradictorias, pero al final, rompió la tarjeta y la tiró al cesto de basura.
Tomó la ropa y fue a vestirse en el lavabo.
Minutos después, había recuperado la apariencia de la altiva heredera de la familia.
Nada podía intimidarla.
Se dirigió a la oficina del presidente usando sus tacones, y allí trabajó todo el día.
Durante ese tiempo, Daniel le envió muchos mensajes, pero ella no leyó ni respondió ni uno solo.
Al anochecer, regresó agotada a la villa, con la intención de empacar y partir a primera hora de la mañana.
Pero, al abrir la puerta, escuchó risas infantiles en la sala…
¡y allí, ante sus ojos, estaba Camila!