Diego:
El día en el hospital ha sido agotador. Solo quiero llegar a casa, ducharme y acostarme. Sin embargo, siempre hay tiempo para darle las buenas noches a mi hijo. ¿Y por qué no? También para leerle un cuento. Aunque a esta hora imagino que ya esté dormido, lo más probable es que esté destapado y en posición fetal.
Guardo mi auto en la cochera, entro a la casa sin hacer ruido y subo las escaleras con suficiente cuidado para no despertar a Marcus. Al llegar a su cuarto, sonrío al darme cuenta de que está exactamente como lo imaginé. Me acerco a besarle la frente y luego lo arropo.
Apago la luz de la lámpara de la mesita de noche, decorada con una figura de Hombre Araña, y me dirijo a mi habitación. Al asomarme por la puerta, lo primero que veo es a mi esposa, Ambra, recostada sobre nuestra cama. Sin embargo, me decepciona su actitud; me gustaría que me saludara y preguntara cómo ha sido mi día, pero esto queda como una simple ilusión. Como es habitual, soy yo quien da el primer paso al acercarme para acostarme a su lado. Coloco mi cabeza sobre su vientre, tal como solía hacer en nuestros primeros años de matrimonio, pero ahora ella no me acaricia y yo me canso de esperar algún gesto de su parte. Me levanto de su lado y me dirijo al baño, donde me quito la ropa y me meto bajo la ducha para liberar las tensiones acumuladas durante el día.
A mi esposa no le agrada mi profesión como médico ginecólogo, lo cual me frustra considerablemente. Se muestra celosa y esto provoca numerosas discusiones debido a las mujeres que veo diariamente. Ella no comprende que soy un profesional y que no las observo con deseo o morbo; son mis pacientes y nada más. Salgo de la ducha, me envuelvo en una toalla alrededor de la cintura y Ambra permanece recostada, mirando al vacío. Mientras tanto, busco un pijama para acostarme. Me acerco al armario, pero antes de llegar, la toalla se me cae. Al voltearme, veo a mi esposa observándome con admiración. Mis ojos recorren su figura desde los pies hasta la cabeza. Lo lamentable es que, a pesar de mi disgusto, mi cuerpo reacciona a sus palabras. Debo admitir que la considero una amante excepcional, siempre satisfaciendo mis necesidades sexuales. Me casé realmente enamorado; es una mujer bella, alta, de curvas generosas y posee unos impresionantes ojos celestes.
Cuando éramos novios y me anunció su embarazo, fui el hombre más feliz sobre la tierra. No dudé en contraer matrimonio. Aún recuerdo lo nerviosa que se sentía durante el embarazo, e incluso lo rechazaba, pero tuve la fe de que esa reacción acabaría al conocer a nuestro hijo. Para nuestra desgracia, sufrió depresión posparto y, a pesar de los seis años que han pasado, aún tiene una actitud reacia hacia Marcus, quien es mi vida, mi todo. Desde entonces, mi matrimonio ha ido en picada; los celos hacia nuestro hijo han hecho que las discusiones entre nosotros sean el pan de cada día. Solo deseo que tome de una vez por todas su rol como madre, entendiendo que podemos ser felices los tres.
Ambra se acerca y me besa, no dudo en corresponder. Beso su cuello, bajo los tirantes de su camisa hasta que cae al suelo. Sin despegarme de ella, la dirijo hacia la cama, donde queda recostada. Aprovecho la oportunidad de retirar sus bragas y empezar a besar cada centímetro de su cuerpo. Después de un sexo salvaje, nos quedamos abrazados por largo rato regulando nuestras respiraciones. Ella posa su cabeza sobre mi pecho, haciéndome leves cosquillas con las figuras que realiza con su dedo índice, mientras yo acaricio su cabellera.
Mientras descansamos, reflexiono sobre lo ideal que sería que ella fuera siempre afectuosa, no solo conmigo, sino también con Marcus, nuestro único hijo y un miembro crucial de nuestra pequeña familia.
—Te amo —digo, rompiendo el silencio que llenaba la habitación después de nuestro maravilloso encuentro.
—¿Te imaginas que siempre fuera así? —sale de sus labios, ignorando mi confesión.
—¿A qué te refieres? —inquiero, intentando no adivinar, aunque sé claramente lo que está pensando.
—Marcus... —escucho decir, lo que me hace inhalar más aire del necesario—. Me gusta cuando estamos en armonía de esta manera.
—Si tú lo quisieras, siempre sería así, mi amor —respondo, haciendo caso omiso de que ha mencionado a nuestro hijo.
—¡Por Dios, Diego! —exclama con exageración—. Sabes bien que Marcus es entrometido.
—Es una excusa —respondo, intentando que la situación no escale—. Marcus es nuestro hijo. Solo debes atenderlo con cariño y dedicación. ¿No te das cuenta de que necesita de tu amor?
—Sí, tiene mi amor —exclama con disgusto, mientras la puerta de la habitación se abre.
Dirijo mi mirada hacia Marcus, quien está parado en la entrada del cuarto, pasando sus pequeñas manos por sus ojos.
—¿Qué sucede, Marcus? —pregunto, ajustándome discretamente el pantalón de pijama.
—Mamá prometió contarme un cuento, pero me quedé dormido esperando.
Al observar la decepción en el rostro de Marcus, siento una profunda tristeza que ningún padre quisiera ver en su hijo, reafirmando su necesidad de atención materna.
—¿Desde cuándo un niño de tu edad se duerme durante los cuentos? —reprocha Ambra—. Marcus, ya eres mayor. Tienes seis años.
Observo directamente a los ojos de mi hijo, sintiendo una angustia abrumadora que me hace ignorar a Ambra por un momento, olvidando incluso que hemos hecho el amor.
—No te aflijas, cariño —digo—. Yo te leeré un cuento. Mamá no se siente bien, tiene dolor de cabeza —miento, tratando de justificar la situación de Ambra y evitar herir sus sentimientos.
—No te preocupes, papá —dice con un dejo de pesar, tratando de ocultarlo—. Quizás mamá tenga razón y ya soy demasiado grande.
—¡Para nada! —exclamo—. Ve a tu habitación, voy enseguida.
—¿Puedo elegir el cuento? —pregunta, emocionado, lo cual me hace sonreír al ver que aún está entusiasmado.
—¡Claro que sí! —digo antes de verlo salir del cuarto.
Me cambio rápidamente el pijama, me acerco a la puerta y verifico que haya llegado a su habitación antes de enfrentarme a Ambra, sintiendo una furia incontrolable.
—¿¡Qué m****a te pasa!? ¿Estás loca? —susurro con seriedad, procurando que Marcus no escuche mi reproche.
—¡Sabes muy bien que tengo razón! —exclama, mientras se levanta de la cama para ir por un pijama.
Respiro profundamente, tratando de calmarme mientras intento comprender la serenidad con la que habla, lo cual me desconcierta aún más, considerando la posibilidad de que pueda tener problemas psicológicos severos.
—¿Sabes qué? Me duele la cabeza. No quiero continuar discutiendo contigo. Además, mi hijo me está esperando —digo, optando por no prolongar un debate que claramente no tiene sentido.
Al llegar al cuarto de Marcus, le sonrío con entusiasmo mientras me preparo para leerle un cuento. Lo encuentro esperándome con un libro descansando sobre su pecho, y noto en él una ansiedad que me preocupa profundamente, pues sé que anhela más afecto, aunque siempre he procurado brindarle todo el mío.
Por la mañana, me despierto con dolor; dormir en la cama de Marcus no es ideal, especialmente para alguien de mi estatura, ya que una cama de plaza y media no está diseñada para una persona de un metro noventa. A pesar de la incomodidad física, no me quejo, ya que por mi hijo haría cualquier sacrificio, incluso dormir en el suelo si fuera necesario.
Me dirijo a mi habitación para tomar una ducha. Ambra duerme tranquilamente, como si nada hubiera sucedido. La observo por un momento, pero su belleza ya no me impresiona tanto, ya que cada vez que tiene una actitud negativa hacia nuestro hijo, ese atributo se desvanece lentamente de mi mente.
Una vez que termino de ducharme y vestirme, voy al cuarto de Marcus. Despertarlo no es tarea sencilla; a veces parece que toda la mañana se me va en intentar sacarlo de la cama. Últimamente, mi hijo muestra cierta pereza en ese aspecto, ya que Ambra no hace ningún esfuerzo para asegurarse de que llegue a tiempo al colegio.
—No quiero más leche, papá —dice Marcus, apartando el vaso.
—¿Qué ocurre? —pregunto con calma—. Me he esforzado mucho para que te levantes a tiempo, y ahora no quieres desayunar. Necesitas tomar leche, ¿cuánto te queda?
—Bastante...
—Recuerda que el desayuno es fundamental para empezar bien el día. Si no lo tomas, te sentirás sin energía toda la mañana —explico.
—¿Mamá nunca desayuna? —pregunta con curiosidad.
—Parece que no —respondo con decepción—. Hablaremos con ella para que mejore su alimentación, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —responde animado, y procede a tomar el vaso con ambas manos, bebiendo de un sorbo la leche restante.
—Muy bien, campeón —exclamo con una sonrisa—. Ahora ve a lavarte los dientes —indico—. Yo haré lo mismo y en cinco minutos nos vemos en la sala. Date prisa, que se nos hace tarde.
—¿Mamá no va a ir al colegio? —pregunta, preocupado.
—Tiene dolor de cabeza —miento—. Necesita descansar un poco.
— Pero ella prometió que hablaría con la maestra para que mis compañeros no me molesten más —dice frustrado, lo que me alerta. Frunzo el ceño, sin comprender de qué está hablando, y me agacho para estar a su altura, animándolo a confiar en mí.
—¿Quién te está molestando? —pregunto, consciente de que Ambra no me ha mencionado ningún problema que esté enfrentando nuestro hijo—. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
—Mamá dijo que era un secreto, porque tú querrías sacarme de ese colegio, y ella no podría reunirse con la mamá de Pablito para ir juntas al gimnasio —confiesa.
Me froto las sienes, intentando disimular mi frustración, sin dejar que Marcus se percate del conflicto interno que siento hacia su madre, cuyo deseo de mantener una amistad parece superar la preocupación por su único hijo.
—No te preocupes, yo hablaré con la maestra...
Beso la frente de Marcus y lo observo mientras se dirige hacia su salón de clases, sintiendo un nudo en el estómago al imaginarlo enfrentando problemas que claramente le afectan.