3

El sonido del viento silbando entre los árboles era lo único que rompía el silencio en la cabaña oculta en lo profundo del bosque. Isabella se encontraba junto a Alejandro, con las manos manchadas de sangre mientras presionaba un paño sobre su herida. La flecha que lo había alcanzado había sido removida, pero la hemorragia persistía. Su respiración era pesada, pero sus ojos no se apartaban de ella.

-No dejaré que mueras -susurró Isabella, con la voz temblorosa.

Alejandro forzó una sonrisa.

-No planeo hacerlo -contestó con dificultad-, pero debo admitir que la situación no es la mejor.

Isabella mojó un paño en un cuenco de agua fresca y limpió el sudor de su frente. Sabía que no podían quedarse allí por mucho tiempo. Las tropas del príncipe Edmond ya debían estar peinando la región en su búsqueda, y tarde o temprano darían con su paradero.

-Necesitamos salir de aquí -murmuró ella.

-Aún no puedo montar -respondió Alejandro-. Si nos movemos ahora, solo seremos presas fáciles.

Ella apretó los labios. Tenía razón. Necesitaban al menos una noche más para que él recuperara algo de fuerzas.

Pero el tiempo no estaba de su lado.

Mientras tanto, en el castillo de Arendelle, la ira del príncipe Edmond se hacía sentir en cada rincón del palacio.

-¡¿Cómo es posible que haya escapado?! -bramó, golpeando la mesa con el puño cerrado.

Sus generales y consejeros se mantuvieron en silencio, sin atreverse a levantar la vista. Uno de los hombres, el comandante Gautier, tomó la palabra con cautela.

-Mi señor, hemos enviado tropas a todas las aldeas cercanas y patrullas a los caminos principales. No podrán haber ido muy lejos.

Edmond apretó la mandíbula.

-Esa mujer es mía. Su familia me la prometió, y no voy a permitir que huya con un simple soldado.

Dio un paso adelante, clavando la mirada en el comandante.

-Encuéntrenla. Y cuando lo hagan... tráiganla de vuelta viva. Pero al traidor, quiero su cabeza.

Los hombres asintieron y salieron apresurados.

Edmond se quedó solo en la habitación, sus manos temblaban de furia. Desde que era niño, había sabido que Isabella sería su esposa. No solo porque era hermosa y de sangre noble, sino porque su matrimonio sellaría su poder. Ahora, ella lo había desafiado.

Y eso, no lo perdonaría.

En la cabaña, Isabella apenas había cerrado los ojos cuando escuchó el crujir de ramas fuera. Su corazón se aceleró de inmediato. Se levantó con cautela y tomó la daga que Alejandro le había dado antes de dormir.

Se acercó a la puerta y escuchó atentamente.

Pasos.

No era un animal. Alguien estaba allí.

Con el pulso desbocado, giró el picaporte lentamente y entreabrió la puerta. En la penumbra de la noche, distinguió una silueta.

-¿Isabella?

Ella sintió que su cuerpo se estremecía.

-Margot... -susurró al reconocer a su doncella.

La joven se acercó rápidamente, con los ojos llenos de desesperación.

-¡Tienes que irte! ¡Las tropas de Edmond están cerca!

El terror se apoderó de Isabella.

-¿Cómo nos encontraron?

Margot negó con la cabeza.

-No lo sé. Pero los soldados han interrogado a los aldeanos y ahora buscan en el bosque. No tienes mucho tiempo.

Isabella no dudó. Cerró la puerta y corrió hacia Alejandro.

-Despierta -lo sacudió con suavidad.

Él abrió los ojos con esfuerzo.

-¿Qué sucede...?

-Nos encontraron.

Alejandro inhaló con fuerza y se incorporó como pudo. Su herida aún le dolía, pero no había tiempo para debilidades.

-Nos vamos -dijo con firmeza.

Margot los ayudó a montar los caballos que había traído. Alejandro apenas podía mantenerse erguido, pero no tenía elección.

-Sigue el camino hacia el norte -dijo Margot-. Hay un viejo monasterio en las colinas. Allí podrán esconderse.

Isabella la miró con gratitud.

-No sé cómo agradecerte...

-Solo vive -susurró Margot-. Vive libre.

Con un último vistazo, Isabella espoleó su caballo y galopó junto a Alejandro hacia la oscuridad de la noche.

El sonido de los cascos retumbaba contra la tierra húmeda. Isabella miraba constantemente hacia atrás, con el miedo mordiéndole la piel. Alejandro se mantenía en su caballo con dificultad, pero su determinación no flaqueaba.

El bosque era espeso y el sendero traicionero. La luna apenas iluminaba el camino, y el viento silbaba entre las ramas, trayendo consigo un murmullo inquietante.

Entonces, escucharon el estruendo de más caballos en la distancia.

-Nos están alcanzando... -susurró Isabella, sintiendo el pánico treparle por la garganta.

-Debemos acelerar.

Pero Alejandro estaba perdiendo fuerzas. La herida le drenaba energía con cada movimiento, y su caballo empezaba a resentir su peso.

De pronto, un silbido cortó el aire.

-¡Isabella, agáchate! -gritó Alejandro.

Ella reaccionó a tiempo. Una flecha pasó rozando su hombro y se clavó en un árbol cercano.

Los soldados estaban sobre ellos.

-¡Deténganse en nombre del príncipe! -gritó una voz desde la penumbra.

Isabella sintió su sangre hervir. No volvería a ser prisionera.

-¡No te detengas! -gritó Alejandro.

Pero los soldados eran más rápidos. Cerraron el paso con sus lanzas y espadas en alto.

Isabella y Alejandro tiraron de las riendas, deteniéndose en seco.

El comandante Gautier sonrió con satisfacción al verlos.

-Vaya, vaya... -dijo con sorna-. Qué conmovedor. La dama huyendo con su caballero caído.

Isabella apretó los dientes.

-Si nos entregamos, ¿lo dejarás vivir?

Alejandro la miró con horror.

-No...

Gautier soltó una carcajada.

-Eso no depende de mí. Pero el príncipe Edmond estará encantado de verte de vuelta, mi lady.

Los soldados avanzaron con las armas listas.

Isabella apretó la daga en su mano.

No iba a rendirse.

El combate estaba a punto de comenzar.

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