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La tensión en el aire era insoportable. Isabella sabía que no tenía oportunidad contra soldados entrenados, pero no iba a entregarse sin luchar. Con la daga firmemente sujeta en su mano, se preparó para lo peor.

Alejandro intentó incorporarse sobre su caballo, pero el dolor lo hacía tambalearse. Su herida no había sanado lo suficiente, y su fuerza se desvanecía con cada segundo.

-No voy a dejar que te lleven -murmuró con dificultad.

Isabella le lanzó una mirada desesperada.

-Alejandro, no puedes luchar en este estado...

Pero no tuvieron más tiempo para discutir. Gautier hizo una señal, y los soldados avanzaron con cautela, rodeándolos.

-Ríndanse y se ahorrarán sufrimiento -dijo el comandante, con la seguridad de un hombre que ya se consideraba victorioso.

Isabella apretó los dientes.

-Nunca.

El primer soldado intentó sujetarla, pero ella reaccionó con rapidez, hundiendo la daga en su brazo. El hombre rugió de dolor y retrocedió, dejando un espacio abierto.

Alejandro, con el poco aliento que le quedaba, sacó su espada y la blandió con dificultad. Aún herido, aún debilitado, su determinación brillaba como una llama en medio de la noche.

Los soldados no esperaban resistencia de un hombre en su condición, y por un breve instante, la duda se reflejó en sus rostros. Pero Gautier no iba a permitir que dos fugitivos le ganaran ventaja.

-¡Mátenlo! -ordenó sin titubear.

Cuatro soldados se lanzaron contra Alejandro. Él logró bloquear el primer golpe, pero los otros tres no le dieron respiro. Con cada movimiento, su herida se abría más, drenando la poca energía que le quedaba.

Isabella gritó su nombre, pero un soldado la sujetó por la cintura y la arrojó del caballo. Cayó al suelo con un golpe seco, perdiendo la daga en la caída.

-¡Déjenlo! -suplicó, intentando liberarse de su captor.

Alejandro, jadeante, apenas podía mantenerse en pie. Pero sus ojos no se apartaban de Isabella.

-Corre... -susurró.

-No voy a dejarte.

Gautier sonrió con crueldad.

-Eso no depende de ti, mi lady.

Alzó su espada, listo para dar el golpe final a Alejandro.

Isabella gritó, pero un rugido de furia interrumpió el momento.

De entre los árboles, un grupo de jinetes emergió como sombras en la oscuridad. Sus capas ondeaban con el viento, y el brillo de sus espadas reflejaba la luz de la luna.

Gautier apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que el primer jinete se lanzara contra él.

-¡Retirada! -gritó un soldado, pero era demasiado tarde.

Los recién llegados eran guerreros experimentados, y en cuestión de segundos, el campo de batalla se llenó de caos.

Isabella no perdió tiempo. Se arrastró hasta Alejandro y lo ayudó a mantenerse en pie.

-¿Quiénes son? -preguntó él con la voz débil.

-No lo sé, pero no podemos quedarnos aquí.

Uno de los jinetes desmontó y corrió hacia ellos.

-¡Vengan conmigo! -ordenó con voz firme.

Isabella lo miró con desconfianza.

-¿Quién eres?

El hombre retiró su capucha, revelando un rostro curtido por la guerra, con una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda.

-Mi nombre es Tristan. Venimos a ayudar.

No había tiempo para preguntas. Isabella y Alejandro aceptaron la mano de Tristan y, con su ayuda, subieron a un caballo.

-¡Sujétense!

El animal salió al galope, alejándolos del combate. Isabella miró hacia atrás y vio cómo los jinetes desconocidos arrasaban con los soldados del príncipe Edmond.

No entendía quiénes eran ni por qué los ayudaban, pero en ese momento solo importaba una cosa: estaban vivos.

Por ahora.

El viaje a través del bosque fue agotador. Alejandro apenas podía mantenerse consciente, apoyando todo su peso contra Isabella.

Finalmente, tras lo que parecieron horas de cabalgata, llegaron a una fortaleza oculta entre las montañas.

Los jinetes los guiaron a través de un pasadizo de piedra y los llevaron ante un hombre de cabello plateado y mirada severa.

-Así que ustedes son los fugitivos que Edmond quiere muertos -dijo con voz profunda.

Isabella no respondió de inmediato. Observó la gran sala en la que se encontraban. Estaba llena de guerreros, todos con la misma insignia bordada en sus capas.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó al fin.

El hombre cruzó los brazos.

-Somos la resistencia. Y si quieren sobrevivir, tendrán que decidir si están dispuestos a pelear.

La lucha de Isabella y Alejandro apenas comenzaba.

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