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La noche era densa y silenciosa en el castillo de Montclair. La luna, escondida tras un manto de nubes, apenas iluminaba los jardines donde Isabella deambulaba con el corazón en vilo. Desde su encierro, cada noche era igual: largos suspiros, sueños frustrados y el anhelo desesperado de escapar.

Habían pasado semanas desde aquella mañana en el bosque, cuando Alejandro fue obligado a huir. No tenía noticias de él, no sabía si estaba a salvo, si había logrado esconderse de las tropas del príncipe Edmond. Cada día que pasaba, el temor la consumía.

-Mi lady -una voz la sacó de sus pensamientos.

Se giró con el corazón en la garganta y vio a Margot, su doncella y confidente.

-¿Qué sucede? -preguntó Isabella en un susurro.

Margot se acercó con cautela y deslizó una nota en su mano.

-Un jinete la dejó en la entrada trasera -susurró-. No quiso decir su nombre, pero...

Isabella no necesitó que lo hiciera. Con dedos temblorosos, desplegó el pergamino y leyó las palabras que tanto había esperado:

"A la medianoche, en la torre sur. Confía en mí."

Su corazón latió con fuerza. Alejandro estaba vivo.

Cuando la campana marcó la medianoche, Isabella se deslizó fuera de su habitación con el sigilo de un espectro. Las antorchas en los pasillos ardían con una luz tenue, proyectando sombras alargadas en las paredes de piedra. Cada paso era un riesgo. Sabía que si la descubrían fuera de sus aposentos, el castigo sería severo.

Pero el miedo no la detuvo.

Subió los escalones de la torre sur con el corazón desbocado, y cuando llegó a la cima, lo vio. Alejandro estaba allí, esperándola en la penumbra. Sus ropas estaban desgastadas, su cabello más largo, su rostro marcado por el cansancio, pero sus ojos aún ardían con la misma intensidad de siempre.

-Isabella... -su voz era un susurro cargado de emoción.

Ella corrió a sus brazos sin dudar.

-Pensé que no volvería a verte... -dijo ella, aferrándose a él como si el mundo se desmoronara.

Alejandro la sostuvo con fuerza, como si temiera que se desvaneciera en sus manos.

-No permitiría que te casaras con ese hombre -murmuró, con una resolución férrea-. No mientras yo siga respirando.

Ella se apartó apenas lo suficiente para mirarlo a los ojos.

-¿Cómo escapaste? ¿Dónde has estado?

-Más lejos de lo que imaginé -confesó él-. He buscado aliados, Isabella. Hay quienes están dispuestos a desafiar al príncipe Edmond. No todos en el reino apoyan su tiranía.

Ella sintió un escalofrío. Sabía que Edmond era un hombre ambicioso, pero ¿tirano?

-¿Qué quieres decir?

Alejandro le tomó las manos con urgencia.

-Escúchame bien, Isabella. Este matrimonio no es solo una unión política. Edmond no te quiere por amor ni por una simple alianza. Te quiere porque tu familia guarda algo valioso, algo que ha codiciado durante años.

Isabella sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.

-¿Qué estás diciendo?

-Tu padre... no es el hombre honorable que crees. Ha estado ocultando algo, un poder que Edmond desea poseer.

Isabella negó con la cabeza.

-No puede ser...

Pero las palabras de Alejandro tenían sentido. Desde pequeña, había visto a su padre tomar decisiones que parecían no tener lógica, proteger secretos que nunca comprendió. Y ahora, las piezas empezaban a encajar.

-Tenemos que irnos -dijo Alejandro-. Esta misma noche.

Ella sintió que su cuerpo se tensaba.

-¿Huir? ¿Ahora?

-Si no lo hacemos, Edmond se asegurará de que no tengas otra opción.

El miedo la atenazó. Sabía que si escapaba, se convertiría en una fugitiva. Su familia la desheredaría, su nombre sería borrado de la historia.

Pero si se quedaba...

Miró a Alejandro. En su mirada encontró la promesa de un futuro que jamás tendría dentro de aquellas paredes.

Respiró hondo y tomó una decisión.

-Vamos.

Se movieron con rapidez. Alejandro había preparado dos caballos escondidos en los establos exteriores. Isabella se deshizo de sus zapatos y alzó su vestido para no tropezar mientras corrían por los pasadizos oscuros.

Pero cuando llegaron a los establos, un grupo de guardias los estaba esperando.

-¡Deténganse en nombre del príncipe! -bramó un soldado.

Alejandro desenvainó su espada de inmediato, colocándose entre Isabella y los guardias.

-¡Corre! -le gritó.

Pero ella no podía dejarlo.

-¡No te dejaré solo!

-¡Vete, Isabella!

Antes de que pudiera reaccionar, Alejandro se lanzó contra los soldados. Su espada danzó bajo la luz de la luna, rápida y letal. Isabella vio cómo derribaba a dos hombres con movimientos precisos, pero más soldados se acercaban.

Y entonces, una flecha silbó en la noche.

-¡Alejandro! -gritó ella al verlo tambalearse.

La flecha se había clavado en su costado, pero él no cayó. Con una última mirada hacia ella, le gritó:

-¡Corre!

Isabella sintió las lágrimas arder en sus ojos, pero supo que no podía quedarse.

Con el corazón destrozado, montó en el caballo y galopó hacia la oscuridad, dejando atrás todo lo que había conocido.

La caza comenzó al amanecer.

Las tropas de Edmond recorrieron los bosques, los caminos y los pueblos en busca de la fugitiva. Su furia era incontenible.

-¡Encuéntrenla! -bramó-. ¡Muerta o viva, pero tráiganmela!

Isabella, con el corazón acelerado, se refugiaba en una cabaña oculta entre las montañas, donde Alejandro la había llevado tras escapar del castillo. Allí, con la herida aún fresca, él le sonreía con dificultad.

-Te prometí que no permitiría que te casaras con él -susurró, tomando su mano.

Ella apoyó la frente contra la suya, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

Sabía que no estaban a salvo. Sabía que Edmond no descansaría hasta encontrarlos.

Pero también sabía algo más.

Juntos, enfrentarían cualquier tormenta. Porque su amor, prohibido o no, era más fuerte que cualquier destino impuesto.

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