ELENA
No pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la foto que dejaron en la puerta del despacho: yo caminando hacia la entrada del hospital, completamente ajena a la sombra que me observaba. El sobre negro sigue en mi mesa de noche, como si fuera una presencia vigilante. Aún puedo recordar el frío que sentí cuando la abrí; la imagen estaba tan cerca, tan nítida, que por un instante pensé que aún estaba ahí afuera, mirándome. Y lo peor es que no sé quién lo hizo. Pero Damond sí lo sabe. Lo veo desde mi cama, de pie frente a la ventana, tensando la mandíbula como si quisiera romper el vidrio solo con la mirada. No ha dormido tampoco. El peso de su mundo recae sobre él de una forma que recién comienzo a entender. Se gira hacia mí cuando me muevo.
—Ven aquí —dice.
Me acerco. Me sienta en sus piernas, como si necesitara tenerme cerca para pensar.
—No volverán a acercarse —me promete.
—¿Estás seguro?
—No soy hombre de promesas vacías, Elena.
Su voz es grave, firme, pero hay algo en s