Nunca imaginé que el sonido del cristal al chocar pudiera parecer tan ensordecedor.
Las copas se alzan una tras otra, las risas se entremezclan con la música suave que sale de los altavoces ocultos, y la galería está llena hasta el último rincón. Camino entre la multitud con una copa de champán en la mano, fingiendo una serenidad que no tengo. Todos sonríen, todos me felicitan y todos dicen palabras que suenan huecas, no porque lo sean, sino porque dentro de mí algo más fuerte las ahoga.
Alexander.
Él está aquí e hizo su aparición en el momento exacto cuando defendió mi arte frente a Camila. Y desde entonces, cada célula de mi cuerpo ha estado alerta. Su presencia me envuelve, aunque no lo vea.
—Nicole, cariño, esta noche es tuya —dice Mindy mientras me pasa una copa nueva, con ese entusiasmo que le sale natural—. Ya te puedes despedir de cuatro cuadros vendidos. ¡Eso no pasa todos los días!
Asiento y sonrío, fingiendo emoción. Y sí, me siento orgullosa, pero hay una parte de mí qu