Dejo la última caja sobre la mesa de noche de la que ahora es mi habitación. El cartón me deja una marca roja en los brazos, pero no me importa. Me quedo ahí, de pie, mirando alrededor, con las manos en la cintura y una sonrisa cansada que me sale sola, aunque los ojos me arden.
Es algo grande para mí sola, sí. Pero es mío.
El estudio tiene las paredes blancas, altas, con las vigas expuestas. Hay una ventana enorme que da a la calle, y desde aquí puedo ver la hilera de árboles que bordean la acera. El piso de madera cruje un poco cuando camino, y el aire huele a pintura fresca y a polvo de cajas recién abiertas. Es el olor del comienzo, de algo nuevo, aunque todavía no sé si ese “nuevo” me asusta o me libera. Cada rincón parece prometerme una historia distinta. El sonido distante del tráfico, los pasos de la gente que pasa frente a la ventana, el murmullo de una ciudad que nunca se detiene. Todo vibra con una vida ajena a mí, pero que, de algún modo, me incluye. Tal vez eso es lo que