La tarde tiene un aire extraño, como suspendido en un equilibrio perfecto entre calma y bullicio. El cielo es de un azul claro atravesado por nubes tenues que parecen pintadas con acuarela, y el sol cae con una tibieza amable, sin excesos. El clima ideal, pienso, mientras me mantengo de pie frente al gran edificio de cristal y acero que se alza imponente sobre la acera.
A mi alrededor, como siempre en Nueva York, la vida se mueve con una prisa feroz. Hombres y mujeres en trajes impecables caminan a grandes zancadas, los teléfonos pegados a la oreja y los maletines oscilando al compás de su apuro. Nadie parece tener tiempo para mirar hacia los lados, mucho menos para reparar en mí, que llevo ya varios minutos dudando, plantada frente a la entrada.
Suspiro, largo y profundamente, mientras mis manos se aprietan sobre el bolso que cuelga de mi hombro.
Se supone que no debo estar aquí.
No después de lo que ha pasado con Alexander la última vez, mucho menos, no después de haber sentido, aun