El mayordomo, Alfred, se quedó impactado ante la petición que le había hecho Victoria. Su rostro surcado por décadas de servicio impecable, se mantuvo inexpresivo, pero sus ojos reflejaron un fugaz destello de disgusto. Por fortuna, Max no se encontraba en casa. Su amigo Christopher lo había invitado a pasar unos días en su casa de campo, por lo que Victoria no tendría, al menos por el momento, ningún motivo para permanecer en ese lugar.
—Lo siento, señora —contestó el mayordomo, su voz tan tranquila como siempre, a pesar de la rabia que le causaba la mujer frente a él—. Pero no puedo hacer lo que me dice.
Victoria frunció el ceño, su maquillaje perfecto no podía ocultar la irritación.
—¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Me estás negando a mi hijo?
—No, señora, para nada —negó Alfred, con una leve inclinación de cabeza—. Ni el pequeño Max ni el señor King están en casa, salieron de viaje —le informó, aunque omitió convenientemente el paradero de Alexander.
Victoria no se esperaba aquella