El ambiente en el comedor era una mezcla extraña de intimidad y tensión silenciosa. Alexander se desvivía en atenciones, su mano posada con frecuencia sobre la mía, sus ojos fijos en los míos. Se mostraba tan romántico y atento que sentía mi propio corazón acelerarse, sin entender por qué esta nueva cercanía con él me desestabilizaba tanto. No lograba descifrar ni mis sentimientos ni los suyos, solo sabía que me sentía inexplicablemente feliz a su lado.
Mientras tanto, en la mesa, Richard y Mel intercambiaban puyas con una precisión hiriente. Los dardos verbales volaban, disfrazados de ironía, pero la dureza de sus palabras contrastaba con algo mucho más profundo que se cocinaba bajo la superficie. Sus miradas se enganchaban con demasiada frecuencia, demasiado intensas, delatando otra cosa que ninguno se atrevía a nombrar: una atracción furiosa y negada.
Alexander y yo intentamos, de forma disimulada, suavizar el ambiente, interviniendo para mediar la situación. Nuestros gestos se cr