El trayecto de regreso fue un silencio espeso, casi asfixiante. Alexander mantenía la vista fija en la carretera, los nudillos tensos sobre el volante, la mandíbula contraída. Podía sentir su furia contenida, la misma que hervía bajo su piel desde el instante en que Alan intentó ponerme una mano encima.
Intenté romper el silencio.
—No tienes por qué culparte, Alexander. Nada de lo que pasó fue tu culpa.
Él no apartó la mirada del frente.
—No tengo justificación, Aurora. Te han atacado en repetidas ocasiones y yo no he estado ahí para evitarlo.
—No puedes protegerme siempre, y sin embargo llegaste a mi rescate y le diste su merecido.
—Sí, pero eso no es suficiente para mí —replicó, la voz grave, cargada de frustración—. Tenía que haberlo matado con mis propias manos y exponer a esa maldita como la cualquiera que es.
—Alexander, ya es suficiente —dije con un nudo en la garganta—. Nunca debí involucrarte en esta venganza. Te está haciendo daño, y eso es lo que menos quería.
Su cabeza gi