El sol se desvanecía tras el horizonte, tiñendo el cielo con pinceladas de ámbar y carmín, mientras la ciudad despertaba con el titileo intermitente de sus luces. Sin embargo, nada de eso tenía importancia. Desde el asiento del auto, todo se desdibujaba en una neblina de dolor y frustración. El cristal reflejaba mi propio rostro surcado por lágrimas silenciosas, testigos mudas de mi impotencia.
No podía permitirme este abandono. No ahora. Tenía que levantarme, tenía que luchar. No importaba cuántas veces hubiera tropezado o cuántas heridas me hubiera causado mi propia ceguera. Si aún existía una oportunidad de enmendarlo, debía aferrarme a ella con todo lo que tenía.
Llené mis pulmones de aire en un intento desesperado por recuperar el control. Pasé la manga de mi chaqueta por el rostro, borrando el rastro de lágrimas que ardían en mi piel, y cerré los dedos con firmeza alrededor del volante. No había más tiempo para lamentos. La decisión estaba tomada.
Encendí el motor y empecé a con