El amanecer se filtraba a través de las cortinas, tiñendo la habitación con tonos cálidos, pero la luz dorada no bastaba para disipar el peso que se aferraba a mi cuerpo. Sentía los párpados pesados, la mente atrapada en una bruma densa de pensamientos inconclusos. Abrí los ojos con lentitud, esperando encontrar algo de alivio en la mañana, pero en su lugar, solo me recibió un agotamiento punzante. Como si la noche no hubiera sido suficiente. Como si arrastrara los días anteriores conmigo.
Con un suspiro resignado, me incorporé en la cama y llevé una mano a mi frente. Un leve mareo me recorrió, y cerré los ojos un instante, obligándome a ignorarlo. No era nada. No podía ser nada.
Me forcé a levantarme y dirigirme a la cocina, siguiendo una rutina que mi cuerpo conocía de memoria. Me movía en automático, sin detenerme demasiado en lo que sentía. Había aprendido a hacerlo. A seguir adelante incluso cuando todo en mí gritaba lo contrario.
Café. Tal vez eso ayudaría.
Vertí el líquido oscu