Me levanté de un salto y me dirigí al baño. El aire frío me envolvió, pero no me detuve. Abrí la ducha y dejé que el agua helada cayera sobre mi piel sin intentar regular la temperatura. No me moví. No hice el más mínimo esfuerzo por alejarme del frío. Solo la dejé correr, como si el agua pudiera arrastrar con ella el peso en mi pecho, el cansancio que no era solo el eco de una borrachera, sino de meses, quizás años, de desgaste. Cerré los ojos y apreté los puños contra las baldosas húmedas mientras las imágenes volvían con una claridad despiadada.
Mi Andrea riendo. Mi esposa mirándome con amor. La forma en que pronunciaba mi nombre, sin reservas, sin la frialdad de ahora, como si aún significara todo para ella. La imagen de ella embarazada de nuestro segundo hijo, mientras yo sostenía a nuestra hija en brazos. Mi familia feliz.
Un sueño. Un maldito sueño que no era real, pero que se sentía tan tangible que casi podía extender la mano y tocarlo. Y, por primera vez en mucho tiempo, co