El sol de la tarde brillaba con intensidad sobre el club de golf de Iván, iluminando el campo con un tono dorado que contrastaba con el verde impecable del césped.
Enzo y Amatista llegaron juntos, como siempre, aunque esa vez llevaban las huellas evidentes de lo que había sucedido la noche anterior.
Marcas en la piel.
Rastros apenas visibles en sus cuellos y muñecas.
Una tensión velada en sus movimientos.
Pero ninguno de los dos se esforzó en disimularlo.
Amatista bajó de la camioneta con elegancia, vistiendo un conjunto deportivo que resaltaba su figura: una falda blanca con aberturas laterales y una blusa sin mangas que dejaba a la vista su piel dorada.
Enzo, por su parte, vestía su polo negro entallado y pantalones beige. Impecable. Dominante.
Pero a pesar de su porte imponente, su mirada no dejaba de deslizarse con descaro por el cuerpo de su esposa.
—No me mirés así, amor. —Amatista le sonrió con aire travieso.
Enzo soltó una risa baja.
—Es difícil no hacerlo cuando te ves así, G