La noche envolvía la mansión como un manto oscuro, susurrando silencios que pesaban más que cualquier palabra. Amatista dormía profundamente, exhausta de tanto llorar. Su rostro, usualmente radiante, ahora se escondía en la penumbra de una tristeza que apenas comenzaba a procesar. Enzo la observaba desde la penumbra de la habitación, su corazón encogido al recordar las lágrimas que ella había derramado en sus brazos. Cada sollozo había sido un puñal que lo atravesaba, avivando un odio visceral hacia Daniel Torner.
Con la misma delicadeza con la que cuidaba todo lo que amaba, Enzo la levantó en brazos y la llevó a la cama. Se acomodó junto a ella, dejando que sus respiraciones se acompasaran mientras acariciaba su cabello. Observándola dormir, su mente se llenaba de promesas de venganza. Nadie tenía derecho a lastimar a Amatista, mucho menos aquel hombre que, siendo su padre, había elegido la comodidad sobre el amor.
La madrugada dio paso a un nuevo día. El sol comenzó a colarse por la