El sol aún no había comenzado a despuntar en el horizonte cuando Federico, el médico que Enzo había solicitado con urgencia, llegó a la mansión Bourth. Su coche pasó por las amplias puertas de hierro de la entrada y avanzó por el camino pavimentado hasta detenerse frente a la entrada principal. Enzo, que lo había esperado pacientemente, lo recibió con una ligera inclinación de cabeza y un gesto que invitaba al médico a seguirlo dentro de la mansión.
—Gracias por venir tan tarde, Federico —dijo Enzo, su tono serio pero agradecido. A pesar de la calma aparente, se percibía la tensión bajo la superficie de sus palabras.
Federico, un hombre de unos cincuenta años con cabello gris y gafas finas, sonrió cortésmente.
—Es un placer, Enzo. Sabes que siempre estoy disponible para ustedes —respondió, su voz grave y profesional.
Enzo asintió y lo condujo por el pasillo hasta la habitación donde Amatista descansaba. La puerta estaba entreabierta, y Enzo la empujó suavemente antes de entrar. Amatis