La tarde avanzaba en la mansión del campo, envuelta en un aire de calma poco usual para el estilo de vida de Enzo Bourth. Sentado en el sofá, Enzo observaba a Amatista mientras ella recogía los restos del almuerzo que él apenas había podido terminar, más por insistencia de ella que por apetito propio.
—Gatita, no hace falta que hagas todo por mí —dijo con una voz que, aunque recuperaba su firmeza habitual, todavía tenía un deje de cansancio.
Amatista, ignorando su comentario, dejó el tazón vacío sobre la bandeja y lo miró con una sonrisa suave.
—Amor, no empiezas. ¿Qué ganamos con que te pongas terco? —respondió mientras se sentaba a su lado, acomodándole el cabello.
Enzo suspiró, apoyando la cabeza contra el respaldo del sofá. No podía evitar sonreír al escuchar ese tono dulce y protector en la voz de Amatista. Ella era su refugio, pero su naturaleza dominante lo empujaba a recuperar el control. Sin embargo, con Amatista, todo era diferente; era la única persona que podía desafiarlo