Draven se marchó como había llegado: con arrogancia. Su guardia lo escoltaba por el sendero serpenteante entre los árboles, y su capa ondeaba detrás de él como si el viento mismo le temiera. No miró atrás, confiado en que sus palabras habían surtido el efecto deseado. Sitara lo observó desaparecer, el rostro impasible, los brazos cruzados y la espalda recta como una estatua de piedra.
A su lado, Roan no pudo contenerse más.
—¿De verdad vas a seguirlo? —preguntó con voz baja, pero firme. No había reproche aún, solo duda, preocupación. En su pecho, el corazón latía fuerte. Necesitaba creer que Sitara era más que una líder salvaje hambrienta de poder.
Ella no se giró al principio. Mantuvo los ojos fijos en el horizonte hasta que los últimos ecos de las pisadas de Draven se desvanecieron. Luego exhaló lentamente y lo miró de reojo.
—¿Y si te dijera que sí? —susurró con una media sonrisa peligrosa.
Roan la miró con dureza. No era una amenaza, era una súplica disfrazada de advertencia.
—Ent