Cuando Dimitri cruzó el umbral de su hogar, sacudiendo el lodo seco de sus botas con cada paso firme. Su mente todavía vagaba en el eco de su visita al foso. Había dejado atrás a Aleckey, aún encerrado en las sombras, y el peso de lo no dicho comenzaba a calarle en los huesos.
—Mi señor —la voz de una sirvienta lo detuvo en seco al llegar al pasillo principal—. El rey Draven… ha llegado. Lo espera en el salón junto a la luna Aria.
La sangre de Dimitri se heló por un instante, pero no dejó que el gesto le traicionara.
—¿Draven aquí? —repitió, sin ocultar la dureza de su tono—. ¿Y con Aria?
La sirvienta asintió, tragando saliva con nerviosismo. Él no perdió tiempo, con pasos apresurados, casi al borde de la carrera, cruzó el corredor de piedra hasta llegar a la sala principal. Su corazón martillaba, no por miedo, sino por la incertidumbre. Aria estaba allí, en su casa, sentada con una pierna cruzada sobre la otra, en una postura elegante y serena, aunque su mirada le hablaba con urgenci