Oscuridad.
Eso fue lo único que conoció durante días.
Una negrura densa, pegajosa, como lodo cubriéndole el alma. No soñó. No pensó. Solo cayó… y siguió cayendo. Sin fin.
Hasta que el dolor la trajo de vuelta.
Un ardor punzante en la garganta. Una presión incómoda en el pecho. Y la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía.
Calia abrió los ojos de golpe.
La luz blanca del techo la cegó por un instante, y cuando intentó moverse, un pitido agudo estalló en sus oídos. Las máquinas que la rodeaban comenzaron a emitir alarmas rápidas, intermitentes. Una pantalla a su lado mostraba líneas irregulares y cifras que no entendía.
Todo era nuevo para Calia, no reconocía nada de esos aparatos.
Estaba conectada. Había agujas en su brazo izquierdo, y otra en su cuello…
¡Una aguja en su cuello!
—¡No, no, no…! —intentó gritar, pero apenas y salió un susurro ronco, doloroso.
Su garganta estaba reseca, su lengua pastosa. Trató de arrancarse los cables, pero sus brazos estaban débiles, como si no l