—¿Le puedo decir algo, Corinne? —preguntó Alastair mientras caminaban juntos por un sendero improvisado en medio del bosque. Sus pasos crujían apenas sobre las hojas secas, y el aire matinal olía a tierra húmeda y savia.
Corinne, que recogía con delicadeza un poco del costado de su vestido para cruzar un pequeño riachuelo sin mojarse, asintió con una sonrisa leve y tranquila en los labios.
—Por supuesto —masculló, sin detenerse.
Alastair la observó en silencio unos segundos, como si buscara la forma correcta de abordar un tema que lo atormentaba más de lo que quería admitir.
—¿Qué opinas sobre la relación de tu antigua hermana de fe, Calia, con uno de los nuestros?
Fue directo, sin rodeos, como solía hacer cuando el miedo al rechazo amenazaba con devorarlo desde dentro.
Corinne se detuvo un instante para acomodar el dobladillo del vestido que había rozado el agua y luego volvió a caminar con calma, como si meditara sus palabras con sumo cuidado.
—Creo que el Señor siempre obra de mane