La mañana siguiente fue tranquila, fresca y húmeda por el rocío que caía sobre los árboles altos del bosque que rodeaba los dominios de la manada Centro-Oeste. El viaje no había sido largo, pero sí suficiente para llenar los pulmones con el aroma de tierra mojada y savia nueva. La manada de Calyx Fenraven estaba asentada en un valle escondido entre montañas, donde los lobos vivían con lo que ellos mismos construían: cabañas de madera gruesa, techos de ramas entrelazadas y chimeneas humeantes que perfumaban el aire a leña, té y pan recién hecho.
—Aquí es —murmuró Aleckey, en su forma humana, observando las casas rústicas con atención y una chispa de nostalgia brillando en su mirada dorada.
Calia estaba a su lado, acariciándose el vientre, ahora más notorio, que se movía ligeramente bajo la tela clara de su túnica. Los lobos de vigilancia abrieron paso al verlos llegar. No hubo armas levantadas, ni miradas desconfiadas. Solo una calma profunda, como si los esperaran desde hacía mucho ti