El cuerpo desnudo de Aleckey seguía caliente junto a su luna. Calia tenía la cabeza descansando sobre su amplio pecho, escuchando el ritmo poderoso y constante del corazón del rey. Sus dedos jugaban perezosamente sobre su piel curtida, mientras Aleckey dibujaba pequeños círculos en su espalda con las yemas de los dedos, reconfortándola. La calma parecía absoluta. El mundo fuera de esa vieja cabaña de madera simplemente no existía.—Podría quedarme así para siempre —murmuró Calia, su voz un susurro contra su piel.—Y yo te tendría atada a mi pecho hasta el fin de los tiempos —respondió Aleckey, su voz ronca y profunda.Ella sonrió, adormilada, pero un rugido lejano, seco y salvaje los sacó bruscamente de esa burbuja de paz. Aleckey alzó la cabeza, sus músculos tensándose de inmediato. Calia también se incorporó, sus sentidos de loba alertándose al instante.—¿Qué fue eso? —preguntó ella, con el corazón disparado.El alfa ya estaba de pie, colocándose sobre los hombros su enorme capa d
La mañana siguiente fue amarga.La neblina aún cubría el suelo, arrastrándose como un velo de luto sobre los restos del combate, Calia, de pie junto a Luz, observaba en silencio cómo los cuerpos de los caídos, tanto lobos como vampiros, eran dispuestos en el claro central. La muerte había dejado su huella profunda en el corazón de la manada de Calyx... y también en los suyos.Aleckey, al frente, mantenía una postura rígida. Solo su mandíbula, tensa, revelaba la furia contenida que lo consumía desde dentro. Vestía su capa de piel, sus ojos dorados endurecidos como acero bajo el cielo gris.—Hoy honramos a los valientes que dieron su vida defendiendo su hogar —rugió su voz, grave, quebrando el silencio en donde se podía escuchar el sollozo de alguna madre, esposa, hermano de algún caído—. Que su sacrificio no sea en vano. Sus almas corren libres en los bosques de nuestros ancestros.Uno a uno, los cuerpos fueron cubiertos con telas blancas, perfumadas con hierbas sagradas. Evolet, la gu
Aleckey, Asher, Calia y Luz llegaron al corazón del territorio de Dimitri. El aroma a tierra húmeda, pino quemado y sangre vieja impregnaba el aire. En la puerta principal de la mansión, se encontraba Sitara, con su cabello oscuro trenzado cayendo sobre una capa de cuero rojo sangre, y esa sonrisa ladeada que era todo un poema de desafío y poder.—Has tardado, Aleckey —dijo con esa voz que podía acariciar o desgarrar, según su humor—. Pensé que el rey de las nueve manadas sabría llegar más rápido a todas... o quizás —añadió con una mueca divertida— no me viste como una mujer leal.El rey alfa no respondió enseguida. Se limitó a mirarla en silencio, como si pudiera leer directamente su alma. Sitara, lejos de achicarse, sostuvo su mirada con arrogancia feroz.Fue Roan quien rompió la tensión. Avanzó hasta quedar frente a su amigo y, con un gesto de respeto, se inclinó levemente.—Alfa —gruñó, su voz cargada de determinación—. Estamos listos. No habrá misericordia contra los traidores.
Apenas el sol asomaba en el horizonte cuando el vasto campo de entrenamiento del territorio de Dimitri se llenó de movimiento. Lobos en sus formas humanas afilaban dagas de punta de plata, ajustaban armaduras de cuero, contaban flechas forjadas en el mismo material. Hombres y mujeres jóvenes, endurecidos por años de entrenamiento, ahora se alistaban para una guerra de la que muy pocos, quizás, regresarían.Cuatro de las manadas que Aleckey había visitado la de Tybalt Stormfang, Toren Blackbrook, Calyx Fenraven y Cohen, quien ahora lideraba la manada del noreste habían respondido al llamado. Cada una había enviado entre diez y quince de sus mejores lobos. Además, Sitara, siempre astuta y peligrosa, había traído consigo a sus diez guerreros más letales, liderados por Roan.La fuerza de Aleckey crecía. Un centenar de guerreros se alzaban ahora en nombre de su rey caído y resurgido, dispuestos a dar su vida por él.Desde una terraza elevada, Calia observaba todo, envuelta en una capa grue
Un bajo gemido escapó de los labios de Calia al momento de alcanzar su orgasmo, seguido minutos después por el rey alfa, quien dejó pequeños besos esparcidos por su cuello, reconociéndola como suya en cada roce. Se recostó junto a ella, sintiendo cómo Calia, buscando su calor, acomodaba su cabeza sobre su fuerte torso, dejando que el sonido firme y constante de su corazón la arrullara.El amanecer llegó demasiado pronto. Un golpe suave en la puerta los sacó de su momento íntimo.Calia deseó, con todo su ser, poder quedarse allí, aferrada a su calor, a su vida, lejos del mundo que pedía sangre, pero no había lugar para sueños dulces aquel día.El rey alfa la envolvió con su brazo, como si pudiera detener el paso del tiempo sólo con su abrazo. Abrió los ojos dorados, centellantes en la penumbra, y la miró durante unos segundos antes de hablar.—Es hora —murmuró.La palabra cayó como una piedra en el silencio.Ambos se levantaron sin prisas, vistiéndose en un ritual casi solemne. Calia
—¡Esta noche no fallaremos! —rugió Alfa Aleckey, su voz resonando como un trueno en la oscuridad del bosque. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad que helaba la sangre—. No volveremos con las manos vacías.—¡Sí, mi alfa! —respondieron los lobos a su alrededor, sus aullidos rompiendo el silencio de la noche. Solo un instante, las sombras de sus cuerpos se movían en sincronía, una danza letal de depredadores al acecho.A la cabeza de la manada, un lobo de pelaje rojizo lideraba la cacería. Su cuerpo era imponente, músculos poderosos se flexionaban bajo su grueso pelaje mientras se deslizaba con una velocidad imposible entre los árboles. Era Aleckey Strong, el rey alfa, el lobo más poderoso del reino. Los acompañantes de Aleckey, guerreros leales, lo seguían con disciplina. Sus cuerpos se movían en sincronía, una danza de sombras y fuerza que hacía temblar a cualquier criatura del bosque. La sangre de la cacería hervía en sus venas, pero esta noche no buscaban carne. No, es
Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.El ataque.El hombre de cabello rojo.Los colmillos hundiéndose en su piel.La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. A
El trayecto fue largo y agotador. La velocidad de los lobos era sobrehumana, saltando entre árboles y cruzando arroyos sin esfuerzo alguno. Calia sintió que el aire helado cortaba su piel mientras las sombras del bosque parecían alargarse a su alrededor. Nunca en su vida había estado tan lejos del convento y la incertidumbre comenzaba a devorarla por dentro.Después de varias horas de viaje, la manada se detuvo en un claro donde la luz del sol se filtraba entre los árboles. Aleckey se inclinó levemente para que ella pudiera bajar, pero Calia se quedó inmóvil. No confiaba en él ni en los otros lobos que la rodeaban.—Baja, monjita —ordenó Aleckey en su forma de lobo, su voz resonando en su mente como un vil demonio.—¡No soy tuya, demonio impío! —respondió ella con furia.En un movimiento rápido, Aleckey volvió a su forma humana, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura. Sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca. Calia sintió el calor que irradiaba su piel desnuda y su corazón se