—¿Sabes algo? —La voz de Gonzalo se clavó en el aire como una piedra lanzada a un estanque quieto.
Mateo alzó la mirada de su café, con los ojos somnolientos. Era temprano, demasiado para comenzar con dramas.
—¿Algo de qué?
—De Clara —espetó Gonzalo, sin rodeos.
El silencio se instaló entre ellos. Un murmullo de platos y cucharillas llegaba desde la barra de la cafetería, pero en su mesa todo parecía detenido.
—Ya te dije que no —respondió Mateo, midiendo sus palabras—. Martina no ha soltado prenda. La he intentado sonsacar, pero está cerrada con llave.
Gonzalo frunció el ceño. Había vuelto a perder peso. Dormía mal. Pensaba en Clara cada día. La ausencia era una herida abierta que no dejaba de doler.
—Inténtalo otra vez —insistió, apoyando los codos en la mesa, inclinándose hacia él—. Tienes más cercanía con Martina. Seguro que si insistes…
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que la acose? —protestó Mateo, aunque no con fuerza—. No es tan sencillo, Gonzalo. Es una mujer leal. Si Clara le pidi