El sonido de sus propios pasos resonaba en el suelo de mármol pulido mientras Gonzalo cruzaba el amplio vestíbulo de la mansión Ferraz . Las paredes altas, decoradas con molduras clásicas y lámparas de araña imponentes, parecían haber encogido un poco desde la última vez que estuvo allí.
Pero no. Era él quien había cambiado.
No había regresado desde hacía años, evitando este lugar cargado de recuerdos. El eco de risas lejanas, de voces que ya no estaban, parecía flotar en cada rincón.
Respiró hondo, dejando que el aroma familiar —una mezcla de cera para muebles, libros antiguos y algo indefinible— lo golpeara de lleno. Todo seguía igual, excepto él.
Entró al salón principal, ese espacio que había sido escenario de tantas cenas familiares, discusiones y momentos que ahora le parecían de otra vida. Las paredes estaban adornadas con retratos enmarcados: generaciones de Ferraz observándolo con expresión solemne. Pero fue una fotografía en particular la que le atrapó la mirada.
Él, con sus