Las luces del despacho de don Rafael eran tenues, pero la tensión afilada cortaba el aire. Gonzalo no había dormido en toda la noche. Su mandíbula seguía tensa y sus nudillos, aún enrojecidos desde que golpeó el escritorio tras la última reunión con los abogados.
—Ya están todos —anunció su abuelo con gravedad—. Que comience.
El abogado principal, un hombre mayor con gafas gruesas y voz seca, desplegó sobre la mesa una serie de carpetas con etiquetas rojas. Gonzalo las reconoció. Era el material que llevaba semanas acumulando, investigando, atando cabos.
Pero lo que vino después… no lo esperaba.
—La cuenta en Belice fue abierta con credenciales del contador —explicó el abogado—. Aunque él intentó ocultarlo, cruzamos los datos con movimientos internos de tesorería. Confirmado: desvió dinero del Grupo Ferraz durante meses.
Gonzalo entrecerró los ojos.
—¿Y Clara?
El abogado le sostuvo la mirada.
—Inocente. Jamás tuvo acceso a esas cuentas. La carpeta que se encontró en su ordenador fue in