La campanilla de la puerta tintineó con su habitual ligereza, pero no hubo dulzura en los pasos que siguieron. Clara cruzó el umbral arrastrando una fatiga que no era solo física: cada movimiento parecía pesarle en el alma, como si el mundo entero se le hubiese echado encima.

Paula salió de la trastienda en cuanto la vio, y Martina se levantó de la mesa sin decir palabra. Ambas fueron hacia ella, sin necesidad de preguntas. Clara se dejó abrazar, hundió la cara en el hombro de Paula y cerró los ojos.

—Ya está —susurró Paula, acariciándole el pelo con suavidad—. Ya pasó, Clara. Has sido muy valiente.

Clara no respondió. Solo se le escapó un sollozo ahogado. Martina le acarició la espalda con la yema de los dedos, ese gesto tierno que sólo sabe dar una amiga que te conoce desde hace años.

—Ha sido horrible —murmuró, con voz ronca—. Todo tan frío… Me miraban como si ya estuviera condenada. Como si fuese una ladrona…

Se sentaron con ella junto a la ventana. Paula le puso una taza de té cal