Capítulo 66. Supervisión constante
La noche en el hospital tenía un tipo de silencio propio.
No era tranquilo, sino expectante.
Un silencio que se llenaba con pasos de enfermeras, el pitido lejano de un monitor y el rumor del aire acondicionado que nunca descansaba.
Intenté dormir, pero cada vez que me movía, la costilla protestaba. Respirar hondo seguía siendo un lujo, así que me resigné a quedarme despierto, mirando las sombras que la lámpara de pasillo proyectaba sobre la pared.
El teléfono vibró sobre la mesa.
Ginevra Valentini: ¿Tus padres ya se fueron?
Yo: Hace una hora.
Ginevra Valentini: Bien.
Yo: ¿Bien por qué?
Ginevra Valentini: Porque estoy estacionando.
Tardé varios segundos en procesarlo.
Yo: ¿Qué?
Ginevra Valentini: No hagas ruido.
Antes de que pudiera escribir algo más, escuché un golpe suave en la puerta.
Me incorporé con cuidado, una mala idea, el dolor me recordó enseguida dónde estaba la fractura, y solté un suspiro entre dientes.
La puerta se abrió apenas, y una silueta familiar asomó la cabeza.
—¿Mo