La casa huele a humedad, a encierro, a descomposición. A pasado.
Lara se sienta en el suelo, la espalda apoyada contra la cama vieja de su madre. Las manos le tiemblan, pero no de frío.
A su alrededor, el cuarto está tal como lo dejó: el espejo roto, el colchón vencido, los frascos vacíos de perfume barato sobre la cómoda. Todo apesta a Margaret. A desesperación y alcohol.
Cierra los ojos. El silencio le trae voces antiguas. Ecos. Puñales que la memoria le clava en el pecho sin piedad.
—Muéstrales una sonrisa, Lara. Ellos pagan, así que tú obedeces —decía su madre con voz arrastrada, mientras se pintaba los labios frente al espejo sucio, sin molestarse en mirar a su hija—. Aprende de mí. Hay que saber complacer para sobrevivir.
Tenía dieciséis años la primera vez.
Un hombre de barriga enorme y manos sudorosas la encerró en el cuarto mientras Margaret reía en la sala, fingiendo que no escuchaba los golpes en la puerta. Lara lloró toda la noche. Le sangraban las rodillas y el alma. Cua