El reloj marca las once y media cuando Lara entra en la suite privada del hotel con paso felino, el abrigo negro aún empapado por la llovizna nocturna.
Samuel la espera recostado contra la mesa de mármol, sin corbata, con la camisa desabrochada hasta el tercer botón y una copa de whisky entre los dedos. En cuanto la ve, su mirada se oscurece con deseo… pero también con algo más primitivo: la necesidad de controlarlo todo, incluso a ella.
—Llegas tarde —dice, sin moverse.
—¿Y tú qué vas a hacer? ¿Castigarme? —responde ella con una sonrisa ladeada, arrojando el abrigo sobre el respaldo de una silla.
Se acercan sin apuro, como dos imanes que saben que, inevitablemente, van a encontrarse en el punto exacto de colisión.
Él la observa mientras se descalza las botas y se deja caer en el sillón frente a él, como si no le importara el mundo, aunque por dentro su pulso retumba con fuerza.
—Clara vio las fotos. Las de nosotros en el evento —dice él al fin.
—¿Y?
—Dice que no recuerda nada. Está