64. ¡Detente! No matamos niños.

Hacía más de una década que Irina no había soñado con lo ocurrido con su familia. Pero algo había sucedió esa noche tras cerrar los ojos. Un terror paralizante la recorrió de pies a cabeza, reviviendo el horror de la masacre que la dejó como única superviviente.

En el sueño, los hombres irrumpieron en su casa como una ola de violencia. Los gritos de sus padres y hermanos resonaban en sus oídos mientras la obligaban a presenciar cómo los acuchillaban uno por uno. La sangre brotaba de sus cuerpos como un río carmesí, manchando el suelo y las paredes. El miedo la paralizó, incapaz de moverse o defenderse. Solo era una niña de 12 años, Irina se convirtió en un testigo mudo de la crueldad humana.

Desde entonces, su vida se había dividido en dos. Un antes y un después de aquel suceso. Los rostros de sus padres, hermanos y amigos se difuminaban en su memoria, como si una niebla espesa los hubiera tragado. El recuerdo de su terror y la impotencia ante la muerte también se había ido perdiendo
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