—¡Abuela! —gritó Nadia, cayendo de rodillas junto al cuerpo tendido de la anciana.
Sus manos trémulas se posaron sobre el pecho ensangrentado de su abuela, tratando inútilmente de detener la hemorragia con los dedos empapados en rojo. El objeto con el que se había herido, aún caliente por el calor del cuerpo, yacía a un lado, como un símbolo cruel del sacrificio. Nadia se inclinó sobre ella, con lágrimas corriéndole por las mejillas y su rostro contraído por el pánico, la tristeza y el horror.
—No… no, por favor… no —murmuraba una y otra vez, con la voz quebrada—. No me hagas esto… No me dejes…
Los labios de la anciana se movieron débilmente, intentando decir algo, pero solo un susurro se escapó de su garganta. Sus ojos, vidriosos y empañados, buscaron una última vez los de su nieta, como si quisiera retener ese rostro antes de cerrar los párpados para siempre.
—No, no cierres los ojos, abuela, mírame, por favor —suplicó Nadia, sujetando su rostro con ambas manos—. ¡Tienes que quedart