Mundo ficciónIniciar sesiónAlejandro no había podido concentrarse en el trabajo desde hacía tres días, desde aquella conversación con Valentina.
Divorcio. Esa palabra.
En teoría, era lo que siempre había deseado: liberarse al fin del matrimonio impuesto que lo asfixiaba, romper las cadenas que lo unían a una vida sin amor… y casarse con la mujer que realmente amaba.
Pero ahora que ese deseo comenzaba a hacerse realidad, algo dentro de él se revolvía.¿Por qué dudaba?
¿Por qué sentía una incomodidad que no podía explicar cada vez que pensaba en Valentina? La nueva actitud de su esposa lo desconcertaba. Era como si una desconocida hubiera ocupado el lugar de la mujer dócil que había tenido junto a él durante años. Esa frialdad, esa fuerza silenciosa… lo intimidaban. Y Alejandro Herrera Cruz no toleraba sentirse intimidado, mucho menos dentro de su propia casa.Durante cinco años había marcado su autoridad sin oposición. Valentina debía obedecer. Siempre. Era el castigo que merecía por haber aceptado aquella absurda boda arreglada. Si se hubiera negado desde un principio, quizá él no habría llegado a odiarla tanto.
Aun así, nunca había tenido motivos para quejarse de ella. Era una esposa ejemplar: tranquila, hogareña, siempre rodeada del aroma a rosas que inundaba su casa. Le encantaba cocinar y cuidar su jardín, especialmente las rosas rojas, su flor favorita. Todo lo suyo —sus vestidos, sus adornos, hasta su diario— tenía ese mismo tono carmesí que tanto amaba.
Alejandro abrió el cajón de su escritorio. Allí, en la caja superior, encontró la tarjeta que Valentina le había escrito tiempo atrás. La tomó y leyó una vez más las palabras que conocía de memoria.
Aún podía escuchar, como un eco en su cabeza, el timbre del teléfono aquel día: la llamada de la policía.
La noticia que lo heló por dentro. El accidente.Una punzada de culpa se coló en su pecho, aunque intentó negarla. Diana, su secretaria, le había contado lo que realmente había ocurrido: Valentina había abierto por error la puerta de la oficina, y los había visto… a él y a Camila, entrelazados.
La imagen debía haberla destrozado.
Y el resto fue consecuencia. La velocidad, el choque, la oscuridad que le robó la vista. Sí, todo se había desencadenado por su propia imprudencia. Pero… ¿de verdad era culpa suya?Alejandro cerró el puño, como si quisiera aplastar el remordimiento.
No. No tenía por qué sentirse responsable. Valentina había conducido sin cuidado. Él le había dado chofer, comodidades, todo. Si la mujer hubiera escuchado, nada de eso habría pasado.Sí, eso era. Él no tenía la culpa.
—Señor —la voz de Diana lo sacó de sus pensamientos. La joven asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—Entra —ordenó él con tono seco.
Diana avanzó con cautela. Desde que trabajaba en Soho Grup, había aprendido a moverse con pies de plomo frente a su jefe. Pero últimamente Alejandro se había vuelto insoportable. Más irritable, más impredecible. Bastaba un error mínimo para provocar una tormenta.
—La reunión con Djaya Grup empieza en diez minutos, señor.
Alejandro miró su Rolex y asintió con impaciencia.
—¿Está todo preparado, Diana? —preguntó mientras se levantaba y acomodaba el impecable corte de su blazer.—Sí, señor. Todo listo.
—¿Segura? —replicó él con desconfianza, clavando en ella una mirada fría—. No quiero otro problema con los borradores. Ya te advertí que no aceptaré más excusas.
—No, señor. Todo está en orden —respondió ella rápidamente.
Él soltó un resoplido de fastidio y pasó junto a ella sin mirarla.
—Vamos. Esperaremos en la sala de reuniones —dijo con voz cortante.Y mientras caminaba, sin saberlo, dejaba tras de sí algo más que un olor a perfume caro: dejaba el eco de una culpa que, por mucho que intentara negarla, lo seguiría persiguiendo.
A pesar del fastidio que sentía, Diana siguió el paso firme de su jefe. Trabajar para Alejandro Herrera Cruz, heredero del poderoso imperio Herrera, no era algo que se tomara a la ligera.
Todo el mundo en España conocía ese apellido. Los Herrera eran una de las familias más influyentes del país, con inversiones que cruzaban fronteras y un nombre que aparecía cada año en la lista de los más ricos del mundo. Ser parte de Soho Grup era un privilegio. La empresa ofrecía sueldos generosos, beneficios de primer nivel y una proyección profesional que muchos solo podían soñar.La reunión de esa mañana había transcurrido sin contratiempos. La mayoría de los socios habían aprobado la propuesta de Alejandro sobre la nueva alianza comercial que estaba en evaluación. Para él, aquella reunión no era una simple presentación, sino una prueba decisiva que definiría si su estrategia sería aceptada o no.
No buscaba exactamente nuevos socios, sino asegurar un respaldo sólido para cualquier contingencia futura en las operaciones que su familia llevaba años manejando.Como único heredero, Alejandro debía ser más que un empresario: debía ser un estratega, un líder justo y analítico, alguien capaz de leer el mercado antes que nadie y mantener a flote a los miles de empleados que dependían de Soho Corp.
Esa responsabilidad, en teoría, debía seguir siendo de su padre. Pero los Herrera mayores habían decidido retirarse pronto, dedicándose —como muchos matrimonios de la alta sociedad— a los viajes de lujo disfrazados de negocios, a la apertura de pequeños emprendimientos y, por supuesto, a la vida social de la élite madrileña.—Prepararé el resumen de la reunión enseguida, señor —dijo Diana, mientras subrayaba con un marcador los puntos clave del informe.
La sesión había concluido con varios acuerdos importantes, y la expresión satisfecha de Alejandro fue suficiente para aliviarla: al menos por hoy, no tendría que soportar sus miradas cortantes ni sus comentarios sarcásticos.—Llama a Chris de inmediato, Diana.
La joven se detuvo un segundo, alzando la vista con cierta sorpresa.
—¿Al señor Chris? —preguntó para asegurarse.—Sí —respondió Alejandro con frialdad. Él no era hombre de rodeos. Todo lo que deseaba debía resolverse con rapidez, tanto en los negocios como en los asuntos personales.
Sin añadir palabra, el empresario salió del salón. Mientras caminaba por el pasillo, sacó su teléfono del bolsillo para revisar los mensajes de Peni, la criada encargada de cuidar a Valentina, sobre todo desde que ella había regresado del hospital.
Nada nuevo, salvo un texto enviado a la hora del almuerzo: Valentina había comido bien, había hecho su terapia con ánimo y no había olvidado tomar su medicación.
Alejandro respiró aliviado. Saber que ella mejoraba poco a poco era suficiente para tranquilizarlo, aunque se negara a admitirlo.Sin embargo, al abrir la puerta de su despacho, una voz familiar lo detuvo.
—Hola, cariño.
Camila Rojas apareció ante él, vestida con un conjunto elegante que resaltaba su figura. Antes de que él pudiera reaccionar, se colgó de su cuello y rozó su mejilla con un beso juguetón.
Alejandro rió suavemente.
—¿Ya terminaste la sesión de fotos en Barcelona?—Si no fuera así, no estaría aquí —replicó ella con un mohín encantador.
Sus ojos, realzados con lentillas color esmeralda y un maquillaje impecable, brillaban con coquetería. Su aroma, una mezcla inconfundible de jazmín y vainilla, lo envolvió como una caricia.Camila nunca salía de casa sin lucir perfecta. Su fama como modelo la obligaba a mantener esa imagen intachable, siempre vestida con lo último en moda, cada detalle cuidado al milímetro. Y lo sabía: cada mirada en la calle se detenía en ella.
Alejandro sonrió más ampliamente.
—Me sorprende que no tengas algún compromiso de última hora.—Por una vez, decidí escaparme —respondió ella entre risas, mientras jugaba con el nudo de su corbata.
—Por cierto… pasé por tu casa ayer.El cuerpo de Alejandro se tensó de inmediato.
—¿Fuiste… a mi casa? ¿Por qué?—No te pongas así —dijo Camila con una risa suave—. Solo fui a saludar. ¿No te contó tu querida esposa?
Alejandro frunció el ceño.
—No.Camila alzó los hombros, con gesto fingidamente inocente.
—Qué raro. Le dejé algo para ti, pero parece que prefirió no mencionarlo… —susurró, y antes de que él pudiera responder, se recostó sobre su pecho, deslizando sus dedos por el borde de su camisa.Alejandro gruñó entre dientes, conteniendo el impulso que comenzaba a dominarlo.
—¿Vienes a mi apartamento? —le susurró ella, elevando el rostro hasta rozar sus labios—. Diana me dijo que no tienes más reuniones hoy.
—Eres una provocadora —murmuró él con voz ronca.
Camila soltó una risita.
—Tal vez… —susurró junto a su oído—. Pero también necesito desahogarme. Tu madre vino a verme ayer, y ya sabes cómo me trata. Siempre mirándome como si fuera… una intrusa.De pronto, el deseo que había encendido en Alejandro se disipó. El solo mencionar a su madre bastó para apagarlo todo.







