CAPÍTULO 2

Aquella tarde, Valentina dormía, o al menos lo intentaba. Pero de pronto, un dolor agudo, insoportable, le atravesó la cabeza. Soltó un grito ahogado mientras se llevaba las manos al cabello, tirando de él con desesperación.

—¡Ah! —exclamó entre jadeos, obligándose a incorporarse. Ante sus ojos, solo había sombras, una penumbra rota por destellos imprecisos.

Los sonidos del pasado regresaron como un eco que no quería callar: el chirrido de los frenos, el golpe del metal, los gritos pidiendo ayuda. Era su propia voz, su propio miedo repitiéndose una y otra vez en sueños. No era fácil olvidar aquel horror. Había tratado de desterrarlo de su mente, pero volvía siempre, como una marea oscura.

Hubo un tiempo en que su vida parecía perfecta. Nacida en una familia respetable, había perdido a sus padres siendo apenas una adolescente, pero sus abuelos la cuidaron con amor incondicional. Se graduó, trabajó, soñó como cualquier joven. Y cuando el destino la emparejó con Alejandro por un acuerdo familiar, decidió aceptar. Guardó los conocimientos que había adquirido en la universidad y se convirtió en la esposa obediente que su suegra deseaba.

Tenía fortuna, un marido atractivo, una vida sin carencias. Todo lo que una mujer podía desear… al menos en apariencia. Porque bajo ese brillo superficial, su existencia era triste, vacía.

Con un esfuerzo, Valentina se incorporó y se obligó a salir de la habitación. Antes, dormía en el dormitorio principal del segundo piso: amplio, elegante, repleto de comodidades… pero helado, sin alma, sin amor. Un reflejo exacto de su matrimonio.

Ahora, cada paso era lento, guiado por el toque del bastón que tanteaba el suelo en busca de seguridad.

—Vaya… la señora de la casa ya está despierta —dijo una voz femenina, cargada de una ironía apenas disimulada.

Valentina se quedó inmóvil. Conocía esa voz demasiado bien.

Camila Rojas.

La mujer a la que su marido amaba. La que ahora habitaba su casa con su permiso.

Al principio no comprendía por qué Alejandro no se había casado aún con ella. Creía que, después de quedar así —ciega, débil, sin fuerzas—, él oficializaría aquella relación sin remordimientos. Pero no lo hizo.

Fuera cual fuera la razón, a Valentina ya no le importaba. Había aprendido a no esperar nada. Desde el momento en que permitió a Camila cruzar el umbral de esa casa, aquella mujer se comportó como si fuera su dueña. Su voz, sus pasos, su perfume… todo en ella parecía querer borrar la existencia de Valentina.

Y lo más triste de todo era que, de algún modo, lo estaba consiguiendo.

—Pero bueno, no importa si te quedas en tu habitación —dijo Camila con un tono cargado de fingida amabilidad—. Al fin y al cabo, tampoco sirves de mucho aquí. Es peligroso, podrías tropezar y acabar molestando.

Valentina permaneció en silencio. No respondió, ni siquiera giró el rostro hacia la mujer que la provocaba.

—Solo estropeas la vista —continuó Camila con una sonrisa venenosa—. Será mejor que vuelvas a tu cuarto. Alejandro llegará dentro de poco… y tú, ¿para qué estás aquí? Ni siquiera antes, cuando veías bien, sabías atender a tu marido como es debido. Imagínate ahora.

Cada palabra salía de su boca con un gozo cruel. Le encantaba ver a Valentina tan frágil, tan impotente. En su mente, siempre había sido injusto: Alejandro le pertenecía. Era suyo. Su amor, su historia, su destino. Y aunque la llamaran ladrona o amante, ella sabía que la verdadera intrusa era Valentina. Por eso, ahora se juraba a sí misma recuperarlo todo, pieza por pieza.

—No lo entiendo —murmuró Valentina, avanzando con pasos lentos. No le importaba si su andar era torpe; el golpeteo del bastón le indicaba que no había obstáculos cerca. Dio otro paso, acercándose más al sonido de la voz que tanto despreciaba—. Dime, Camila… ¿quién es la dueña de esta casa? ¿Tú o yo?

La risa de Camila resonó fuerte, burlona.

—¿Aún no has perdido la cabeza, Valentina?

Valentina no respondió al sarcasmo. Su voz se mantuvo firme, helada.

—Recuerda algo, Camila Rojas. Si hoy puedes poner un pie en la familia Herrera, es solo porque yo lo permití. Aún soy la esposa legítima de Alejandro Herrera Cruz. Y tú… —alzando el dedo, lo señaló sin saber con certeza si apuntaba hacia su rostro o no— tú no eres más que una extraña. Una distracción carnal, un pasatiempo. Sin mi consentimiento, jamás tendrás un matrimonio reconocido.

—¡Tú…! —gritó Camila, fuera de sí. Sus ojos se abrieron como platos y un temblor recorrió sus manos; deseaba abofetearla, borrar de su rostro aquella altivez que tanto la exasperaba.

—No olvides que fui yo quien te recogió del suelo —replicó Valentina con voz contenida, bajando lentamente la mano. Trataba de dominar su rabia, de no dejarse arrastrar. Pero era cada vez más difícil. Día tras día, las palabras de Camila se volvían más hirientes, más crueles. Y aunque no pudiera ver, todavía podía oír cada susurro entre ella y Alejandro, cada gemido, cada risa cómplice.

—Valentina —llamó una voz suave desde el umbral, haciendo que Valentina se girara hacia el sonido—. Soy yo, hija.

La ira desapareció de inmediato. Una sonrisa sincera se dibujó en su rostro mientras reconocía el aroma del perfume de Doña Beatriz Cruz de Herrera, su suegra.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Doña Beatriz, con el ceño fruncido y la sospecha marcada en su voz.

—Nada, mamá —respondió Valentina con serenidad—. Solo hablábamos sobre los días de visita de Alejandro. ¿Verdad, Camila?

Un gruñido contenido escapó de la garganta de la otra mujer. Si Valentina hubiera podido verla, habría sonreído con satisfacción. No necesitaba ojos para saber que acababa de ganarle esa pequeña batalla.

—¿Acaba de llegar, mamá? —preguntó Valentina rompiendo el silencio incómodo que se había instalado.

—Sí, hace un momento —respondió Doña Beatriz con dulzura. Luego, su expresión se endureció al mirar a Camila, que se mantenía erguida y altiva a pocos metros de ellas—. Te traje unas galletas sin azúcar, tus favoritas. Ven, pruébalas —dijo mientras la tomaba del brazo para alejarla de allí.

Cada segundo cerca de esa mujer hacía latir su corazón con disgusto. ¿Cómo era posible que su hijo amara a alguien como ella?

Camila, en cambio, sostenía su mirada con una mezcla de desafío y desprecio. No le importaba que la odiara; desde el principio, Doña Beatriz había desaprobado su relación con Alejandro. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Ya verás, vieja estúpida, pensó, ocultando una sonrisa envenenada. Deja que sigas dándole tu compasión a esa ciega. Pronto sabrás quién soy realmente. Y también lo sabrá Alejandro.

Un destello de malicia cruzó sus ojos mientras observaba las siluetas de las dos mujeres alejándose juntas.

—Disfruten su pequeño momento de paz —susurró entre dientes, con una sonrisa fría que anunciaba tormenta.

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