Capítulo 4

Alejandro movía lentamente el contenido de su copa, observando cómo las ondas del líquido se extendían con suavidad. Aquella distracción mínima era lo único que lograba apartar su mente del bullicio del club donde se encontraba. Era ya su segundo trago, pero el mareo empezaba a subirle a la cabeza.

Normalmente bebía hasta el amanecer, hasta que el cansancio lo obligaba a volver a casa… sin importarle en qué estado llegara.

Porque, pasara lo que pasara, siempre había alguien que lo recibía con una sonrisa.

La sonrisa de Valentina.

Soltó una risa breve, casi burlona, dirigida a sí mismo.

¿Cómo podía pensar en ella ahora?

Él, que había pasado años ignorando su existencia, ¿por qué demonios no podía sacarla de su mente?

Quizá era por culpa de la compasión. Sí, eso debía de ser. La lástima que le producía verla así, tan frágil, ciega, rota.

Valentina, la mujer que siempre vestía de rojo, su color favorito… el mismo que parecía perseguirlo en cada pensamiento, en cada rincón de su memoria.

—¿Estás seguro de que era aquí donde querías verme? —preguntó una voz masculina detrás de él.

Alejandro no necesitó mirar para reconocerla. El tono molesto y el deje de fastidio eran inconfundibles. Chris Yanuardi, el abogado personal de la familia Herrera.

—Al menos no es en la habitación de un hotel —bromeó Alejandro antes de beber lo que quedaba en su copa.

El alcohol le quemó la garganta, pero no se inmutó. Solo frunció el ceño antes de empujar el vaso hacia el bartender.

—Sirve otro.

El club era exclusivo, solo para miembros. Alejandro lo prefería así: discreto, silencioso, lejos tanto de su oficina como de su casa.

Pero Chris, sentado frente a él, no parecía disfrutar del ambiente.

—¿Eres sordo o qué? —gruñó Alejandro al ver que el bartender no obedecía.

—Fui yo quien le dijo a Kevin que no te sirviera más —intervino Chris con calma, posando una mano en su hombro—. Si vamos a hablar de algo serio, más vale que tengas la cabeza despejada.

—Allí, en ese rincón, estaremos más tranquilos.

Alejandro lo siguió con desgano, arrastrando los pies, el ceño fruncido como un niño al que le quitan su juguete favorito.

—Tú pediste esta reunión, así que hazme un favor: no armes un espectáculo —bufó Chris, cruzándose de brazos una vez se acomodaron en un sofá apartado del resto de los clientes.

—Bien, dime de una vez qué es lo que quieres.

—¿Así tratas tú a tu abogado? —replicó Alejandro con ironía, recostándose contra el respaldo y cerrando los ojos con lentitud—. Eres igual que mi padre… insoportable.

—Si se te ha olvidado, tengo su misma edad —respondió Chris con sarcasmo.

Alejandro agitó la mano en el aire, restándole importancia.

—¿Diana no te dijo lo que quiero?

El abogado lo miró incrédulo.

—¿Le confiaste un asunto así a tu secretaria? ¡Por Dios, Alejandro! ¡Don Ricardo te desheredaría si lo supiera!

El joven soltó una carcajada breve antes de incorporarse.

—¿Y qué tiene de malo? Diana solo transmite mis instrucciones.

Chris negó con la cabeza, resignado, mientras sacaba de su maletín un pequeño fajo de documentos.

—Léelos —dijo con voz firme, extendiéndolos hacia él.

Alejandro tomó las hojas sin entusiasmo, pero con la familiaridad de quien ya sabía que lo que estaba a punto de leer podría cambiar algo… o, quizá, nada en absoluto.

Chris lo observó en silencio, con una mezcla de paciencia y cansancio.

Aquel hombre frente a él, heredero del imperio Herrera, seguía siendo a sus ojos el mismo muchacho terco que había conocido años atrás… solo que ahora, mucho más roto.

Conocía a Alejandro desde que era un muchacho desastroso y lleno de problemas, y durante años había lidiado con sus travesuras. Aun así, Chris siempre supo que aquel niño rebelde acabaría convirtiéndose en la estrella de la familia Herrera. Y no se había equivocado: el nombre de Alejandro Herrera Cruz era ya uno de los más respetados en el mundo de los negocios en España.

—Realmente puedo confiar en ti, Chris —murmuró Alejandro con una sonrisa ladeada. En el rincón que habían elegido, la luz era tenue pero suficiente para leer los documentos con claridad. Pasó las hojas una por una, revisando algunos puntos con más atención que otros—. Creo que esto será suficiente.

Chris asintió despacio antes de guardar los papeles en su maletín.

—Mañana enviaré los originales a tu oficina —dijo, y justo antes de marcharse, se detuvo para observarlo con cierta preocupación—. Alejandro... ¿estás completamente seguro de lo que vas a hacer?

—Por supuesto —respondió el hombre, tomando un vaso entre sus dedos—. ¿Por qué no habría de estarlo? He esperado demasiado, y al fin... Dios ha sido generoso. —Su sonrisa se ensanchó—. Tú mejor que nadie conoces nuestra unión. Si ahora ella quiere el divorcio, ¿por qué no concedérselo?

Chris negó lentamente con la cabeza.

—Espero que no te arrepientas de esta decisión —le advirtió mientras se levantaba y le daba una palmada en el hombro—. Vuelve a casa antes de beber demasiado. No quiero redactar tu testamento por una muerte estúpida.

—¿Me estás deseando la muerte? —replicó Alejandro, sorprendido.

Chris soltó una carcajada.

—Dale mis saludos a don Robby. Y, por favor, vete antes de que te saquen a rastras, hijo.

—Está bien, viejo gruñón. Recordaré tu sermón —gruñó el otro, aunque en el fondo sonreía.

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