CAPÍTULO 1

—Divórciate de mí —dijo Valentina con voz baja.

Aquellas palabras fueron como un himno terrible que golpeó de lleno el pecho de Alejandro, su esposo. Sus ojos, acostumbrados a mirar a su mujer con desprecio, se abrieron desmesuradamente, incapaces de aceptar lo que acababa de oír. Y su boca —esa que siempre escupía palabras cargadas de ironía y desdén— quedó entreabierta, muda, presa del asombro. En su cabeza, aquella frase se repetía una y otra vez, como un disco rayado que se niega a detenerse.

—¿Qué has dicho?

El sonido del televisor llenaba la sala principal de su casa, y Valentina podía distinguir perfectamente cada palabra que salía del aparato. Pero sus ojos ya no eran capaces de seguir las imágenes que allí se proyectaban. Incluso para levantar su taza de té de jazmín favorita, tenía que tantear primero la mesa.

A veces deseaba maldecir a Dios por lo que le había ocurrido seis meses atrás.

—Valentina, ¿qué significa lo que estás diciendo? —preguntó Alejandro, alzando el tono, como solía hacerlo cada vez que hablaba con ella. Desde que su esposa salió del hospital, todo parecía distinto. Especialmente su carácter, que se había vuelto insoportable.

Ya no existía la Valentina dócil, de voz dulce y pasos cuidadosos. Ya no era la mujer que callaba ante cada palabra suya. Ahora…

—Mis palabras fueron lo bastante claras para que las entiendas.

—¿Pero por qué?

La mujer de cabello negro hasta los hombros soltó un resoplido cargado de sarcasmo. En sus labios se dibujó una sonrisa amarga mientras su mirada —aunque vacía— se tornaba feroz. No necesitaba verlo para hacerle sentir el filo de su desprecio.

—¿Por qué? —repitió con una risa breve, helada, que resonó como un golpe seco entre ellos.

Alejandro tragó saliva. La rabia, mezclada con un temor que no quería admitir, le recorrió el cuerpo. En los cinco años que llevaban casados, jamás había visto a Valentina así. Aquella mirada sin brillo, pero llena de firmeza, le resultaba inquietante. Y esa mueca… esa sonrisa amarga le heló la sangre. Había desaparecido por completo la dulzura, la ternura, la obediencia que tanto lo habían complacido.

Los ojos color miel de Valentina, aunque ciegos, transmitían una determinación inquebrantable.

—No pienso divorciarme de ti.

Valentina volvió a soltar un resoplido, más fuerte esta vez. Y con una osadía que lo dejó paralizado, escupió hacia un lado.

—¿Después de todas tus traiciones? ¿Después de que me dejas así… inútil? ¿Y todavía tienes el descaro de traer a esa mujer a nuestra casa?

Alejandro apretó los puños, intentando mantener la compostura.

—Fuiste tú quien lo pidió, Valentina. ¿Lo has olvidado?

Valentina jamás olvidó la petición que había hecho desde el día en que volvió del hospital. Su memoria seguía intacta, tan nítida como la imagen de aquella jornada maldita en que todo cambió.

Ella misma lo había visto con sus propios ojos: la infidelidad de Alejandro se había vuelto cada vez más descarada, más evidente, como si lo hiciera a propósito. Valentina siempre supo que su marido tenía una amante, pero jamás imaginó que llegaría al punto de exhibirla sin pudor. Su corazón, ya cansado de tanto dolor, había tocado fondo aquella tarde. El accidente de coche fue casi inevitable, un reflejo de la tormenta que llevaba dentro. Acabó en coma durante dos meses, y cuando despertó, el mundo ya no era el mismo: la oscuridad parcial en sus ojos era un castigo más que debía aprender a soportar.

Su vida se había vuelto trágica, un eco constante de lo que fue y ya no podía ser. Por eso, un día, sin lágrimas y sin temblores en la voz, le pidió a su esposo que se casara con su amante. Que vivieran juntos en esa misma casa si eso era lo que deseaban. Aunque su solicitud no llegó a cumplirse por completo, Alejandro había permitido que aquella mujer entrara y saliera de su hogar como si nada.

Algo —tal vez culpa, tal vez compasión— se había encendido en el corazón de Alejandro desde que supo lo que su esposa había perdido.

Exhaló un suspiro largo y, con cierta torpeza, trató de tomar la mano de Valentina. Nunca lo había hecho antes. En su matrimonio, siempre era ella quien buscaba el contacto, quien hablaba primero, quien lo tocaba sin recibir respuesta. Incluso en la intimidad, Alejandro solo la había buscado por obligación, como quien cumple una tarea impuesta. Valentina, para él, nunca fue más que una presencia necesaria, un deber que cargaba en silencio.

Y sin embargo, ahora… había algo en sus palabras que lo inquietaba.

Durante años había luchado por librarse de ella. Su amor por Camila era algo que nunca ocultó. La mostraba sin vergüenza, sin preocuparse de que Valentina lo viera llorar por las noches, rota por su traición. Camila había sido su amor de juventud, desde los años de universidad, pero su familia —sobre todo su padre, Don Ricardo Herrera— jamás aceptó esa relación. La profesión de Camila, su independencia, su forma de ser… nada de eso encajaba en los planes de un hombre tan estricto y poderoso como Don Ricardo.

Alejandro, sumiso a los designios de su padre, no tuvo más remedio que casarse con Valentina. Una muchacha dulce, ingenua, obediente… sí, bonita, pero demasiado complaciente para despertar algo más que ternura. Todo lo que él decía, ella lo cumplía sin una sola queja, sin una mirada de reproche.

Pero la mujer que ahora tenía delante ya no era esa Valentina. Desde que despertó del coma, era otra. Su dulzura se había esfumado, y en su lugar había surgido una frialdad que helaba los huesos. Cada palabra suya era cortante, distante, como si cada sílaba fuera una pared entre ambos. Ya no lo quería cerca, ni siquiera para hablar.

Solo aceptaba ver a su mejor amiga, Elena Solís, a quien Alejandro conocía desde su boda. Ambas habían sido inseparables desde la universidad.

Al principio, él no tomó en serio las advertencias del médico sobre el estado psicológico y el trauma que Valentina arrastraba. Pero pronto comprendió su error. Varias veces lo había visto esquivar su presencia, arrojar objetos con precisión para mantenerlo lejos, gritar hasta quedarse sin voz cuando él intentaba acercarse.

Y sin embargo, ahora, al menos podía hablar con ella.

Era casi un milagro, si recordaba cómo había sido antes: aquella mujer que podía pasar horas esperando su regreso del trabajo, o que aparecía en su oficina con el almuerzo preparado, buscando tan solo una sonrisa, una mirada amable. Nunca la tuvo, pero ella jamás se rindió. Durante cinco años, Valentina había intentado demostrarle que era una esposa fiel y digna de amor.

Siempre sonreía. Siempre perdonaba.

Esa mujer ya no existía.

Y aunque los médicos aseguraban que los cambios eran parte del proceso, que con el tiempo todo volvería a su cauce… Alejandro no podía evitar sentir que la Valentina de antes se había ido para siempre, llevándose consigo lo último que quedaba de luz en su hogar.

Aunque el tratamiento requería tiempo… y una paciencia casi infinita, aquello no era lo que más inquietaba a Alejandro. Lo que realmente lo atormentaba era el temor de que Valentina jamás recuperara la vista.

—¡Solo en tus sueños haría algo así, Valentina! —exclamó él con furia, levantándose del sofá en el que acababa de sentarse. Sus ojos, enrojecidos por la ira y la frustración, se clavaron en los de su esposa, que lo enfrentaban con la misma intensidad… aunque sin verlo. Las pupilas color miel de Valentina se movían apenas, perdidas en la nada. Alejandro sabía que esos ojos —los mismos que antes lo miraban con ternura— ahora no veían más que sombras.

Su esposa estaba ciega, aunque los médicos insistieran en que era algo temporal. Aun así, la idea de vivir en la oscuridad debía de ser insoportable para ella. Y eso, por más que intentara negarlo, le despertaba una compasión profunda, un peso extraño en el pecho.

Recordó entonces el paquete que había dejado olvidado sobre la mesa de su oficina aquella tarde. Un almuerzo preparado con esmero, envuelto en una caja grande. Y entre las servilletas, una nota escrita con la delicada caligrafía de Valentina:

“Feliz aniversario, mi amor. Que la vida nos siga dando motivos para sonreír juntos.”

Y después… vino el accidente.

Desde entonces, esa imagen se había clavado en su memoria como una herida que no dejaba de sangrar.

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