La sala del consejo olía a incienso. Era una estancia amplia, rectangular, con el techo bajo y vigas oscuras. Los paneles de madera deslizables estaban cerrados, aislando el ruido de la ciudad. En la pared del fondo, detrás del lugar de honor, colgaba un pergamino con el kanji de “lealtad” trazado en tinta negra, gruesa, como si alguien lo hubiera escrito con rabia. Una hilera de tatamis impecables cubría el suelo. Los hombres del clan se sentaban en dos filas, enfrentados, rodillas sobre el tatami, espaldas rectas, trajes negros, miradas cargadas.
En el centro, sobre una tarima ligeramente elevada, estaba el cojín reservado al oyabun.
Vacío.
A su derecha, ocupando el lugar del wakagashira, estaba Masanori.
Traje oscuro, kimono interior perfectamente acomodado, el cabello canoso recogido hacia atrás, el rostro sereno. No había vendajes visibles, ni indicios del disparo que recibió hacía solo una semana atrás.
A un lado de la fila derecha estaba Kaito, con el ceño fruncido, las manos a