Primero fue el frío de la grava pegado a la mejilla. Luego, el peso de su propio cuerpo negándose a obedecer. Después, el dolor: una marea lenta que subía desde el costado hasta robarle el aire.
—¡Oyabun!
La voz sonó lejana, distorsionada, como si viniera desde el fondo de una piscina. Una mano le sostuvo la nuca antes de que se estrellara contra el suelo. Otra presionó con brutalidad calculada sobre la herida. El ardor le hizo ver chispas blancas.
—No se duerma, jefe —gruñó Murata, la respiración entrecortada.
Takeshi quiso mandar a todos al demonio. La boca se le movió, pero lo que salió fue un gemido ronco. Algo caliente resbalaba bajo su costado, pegándose a la tela negra de la camisa. El olor metálico de la sangre se mezclaba con el de la tierra mojada por los aspersores.
—¡Presión, Murata, más presión! —ordenó Kaito, de rodillas junto a ellos, con las manos también manchadas—. ¡Tanaka, trae algo para detener la hemorragia! ¡Ahora!
La sirena interna del lugar empezó a ulular con