La luz roja se apagó y la camioneta quedó sumida en una penumbra espesa, apenas cortada por las líneas amarillas de la autopista que parpadeaban a través del cristal delantero. El motor ronroneaba con una calma obscena, como si no llevara a nadie secuestrado, como si aquella noche fuera igual a cualquier otra.
Erika mantenía la espalda pegada al panel lateral, las muñecas ardiéndole bajo las bridas de plástico. Sentía cada bache en la carretera como un latigazo que le recorría la columna. Había dejado de forcejear; ahora observaba. Contaba segundos entre salidas, curvas, puentes. Escuchaba.
—Uno-tres-siete, cruce en dos —dijo el conductor, con voz neutra.
Hablaban en japonés, pero de vez en cuando se les escapaba alguna palabra suelta en inglés, un “clear”, un “check”, como si fueran códigos aprendidos en otro lado. Erika memorizó el timbre de cada voz. El del conductor tenía un raspado leve, de fumador; el del hombre de la máscara era limpio, seco.
El aire dentro de la camioneta olía