El polvo aún flotaba en la cantera, suspendido como una niebla de ceniza que no dejaba ver del todo los pasos. Los hombres de Takeshi formaban un corredor de sombras; las puertas traseras de la camioneta permanecían abiertas, como la boca de un animal que espera su presa. Erika, con la sangre en el hombro y la respiración entrecortada, se incorporó con la dignidad a rastras de quien todavía posee el orgullo aunque se lo quiten todo.
—Suéltame —dijo, sin gritos, con la voz hecha de filo—. Puedo caminar sola. No me arrastren como a un saco.
Sus palabras fueron un desafío lanzado al rostro del futuro que la esperaba. Los tipos que la sujetaban respondieron apretando las ataduras; eran manos profesionales, habituadas a inmovilizar cuerpos sin romperlos. Erika pataleó con rabia contenida, pero no con la desesperación de quien pide auxilio: con la decisión de quien aún planea su respuesta.
Desde la grada alta, donde la familia se agrupaba, Gianluca sintió que algo se rompía en su pecho. No