El lugar elegido fue una cantera abandonada al borde del mar, con terrazas de roca blanca que bajaban como graderíos hacia un agua gris, con la sal pegada a los bordes como costras. El sol declinaba y pintaba todo de ámbar; las paredes de piedra devolvían el calor en olas, y el aire olía a polvo, metal y lejanas algas. Las sombras crecían largas y afiladas, como dedos listos para atrapar a quien tropezara.
Habían delimitado el círculo con cuerdas viejas y lumínicas apagadas —un gesto entre lo ceremonial y lo práctico—.
Takeshi había aceptado, pero había puesto condiciones:
—Al estilo Yakuza —había dicho él—, frente a testigos, en terreno neutral, bajo ciertas reglas de honor.
Takeshi avanzó unos pasos. Los hombres alrededor guardaban silencio. Erika sostuvo su mirada sin pestañear, los dedos firmes sobre el mango del arma que le habían permitido portar.
—Este no es un juego, Bellandi —dijo Takeshi con voz grave y cada palabra resonócomo un dictamen—. Hemos acordado que este será terre