Mientras tanto, Svetlana tenía que seguir llevando las riendas del clan. Las operaciones no se detenían. Las reuniones con los hombres, las decisiones financieras, los movimientos logísticos. Todo pasaba por ella. En las juntas con Asgeir y Versano, Svetlana sostenía el timón con firmeza, pero su mirada estaba nublada, su espíritu dividido.
Por las noches, se sentaba al borde de la cama matrimonial, observándolo dormir o fingir que dormía. Algunas veces lo sorprendía llorando en silencio, las cicatrices brillando como grietas húmedas bajo la tenue luz del velador.
Un día, mientras revisaba informes con Asgeir en la biblioteca, él le dijo:
—Ya encontré un nuevo hacker. Es joven, pero bueno.
Svetlana asintió con un suspiro.
—Tráelo.
Dos días después, el chico llegó. No tendría más de veinticuatro años, delgado, nervioso, con gafas oscuras y una risa nerviosa que trataba de ocultar su inseguridad. Lo pusieron a prueba inmediatamente: un ataque controlado a los servidores de una empresa f