El silencio era espeso, como el aire antes de una tormenta, aunque ya no quedaba nada por destruir.
Svetlana se sentó en el borde del sofá con las rodillas juntas, los pies descalzos sobre el mármol frío. Las yemas de sus dedos rozaban el tapizado desgarrado como si aquello pudiera ayudarla a entender qué demonios acababa de suceder. Frente a ella, el lugar parecía el escenario de una tragedia: jarrones de porcelana hechos trizas, las cortinas rasgadas colgando como jirones de una piel antigua, manchas de sangre seca salpicando las paredes, y esos malditos agujeros de bala que perforaban no solo el estuco, sino también la ilusión de seguridad que habían logrado construir allí.
—Paz… —susurró ella, como si al pronunciar la palabra pudiera convocarla de una vez por todas.
Apoyó los codos en las rodillas y enterró el rostro entre las manos. El olor metálico de la sangre aún impregnaba el ambiente, mezclado con el del humo de las armas y ese perfume indefinible que deja la violencia cuand