El silencio en el búnker era engañoso. No se oían disparos. No había explosiones. Y sin embargo, el aire pesaba como si en cada molécula se filtrara el eco de una tragedia inminente.
Mirella estaba sentada junto a la camilla, sosteniendo con ambas manos la de Dante. Su rostro, sin lágrimas, era el retrato mismo de la contención. Se había negado a separarse de él desde que entraron allí. Él estaba sedado. Svetlan lo pidió. Lo exigió. Porque no quería que Dante, en su estado, sintiera la sombra de lo que se avecinaba. Él dormía profundamente, tenía una cánula nasal, aunque con una mejoría lenta pero estable. Su pecho subía y bajaba con ritmo constante, mecánico.
A su lado, el equipo médico vigilaba monitores, controlaban fluidos, ajustaban con precisión las dosis de sedación. No hablaban mucho, apenas lo justo, como si temieran que cualquier palabra pudiera romper la delgada capa de calma que mantenía unido ese refugio subterráneo.
Al otro extremo del búnker, Giovanni se removía inquiet