La sala de control improvisada no era lujosa, ni espaciosa, pero vibraba con una tensión casi eléctrica. Mapas extendidos, cables cruzados, pantallas encendidas que mostraban diferentes ángulos de la propiedad. Todo se sentía como un campo de guerra moderno y contenido, donde los segundos pesaban más que las palabras.
Ásgeir fue el primero en hablar, apenas entrando con el rostro endurecido, las mangas arremangadas hasta los codos, el auricular táctico aún zumbando con estática militar.
—Tengo una idea —dijo, su voz densa como plomo—. Pero vamos a necesitar tiempo. Y un poco de teatro.
Todos lo miraron. Versano levantó apenas una ceja, sin hablar. Erik dejó de teclear. Svetlana cruzó los brazos, alerta.
—¿Teatro? —repitió ella, como quien prueba el filo de una palabra peligrosa.
—Sí —asintió Ásgeir—. Lo que Cross quiere es a Dante. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Svetlana, sin apartar la vista de los monitores. Tenía los ojos enrojecidos, pero no por miedo. Por cansancio.
—Entonces —contin